miércoles, 16 de diciembre de 2009

Backstage

“Siempre estamos actuando sobre el escenario”. Así resumía hace años un profesor de universidad las teorías sociológicas de un autor. Para aquel sociólogo, todos somos una especie de artistas representando cientos de funciones de forma continua e inconsciente. Y la representación cambia según el público que asista a la función (“el interlocutor”, decía). Según él, es casi imposible descubrir lo que hay cuando se baja el telón. Y, en todo caso, eso se descubre en soledad.

Empecé mi fin de semana asomándome al primer backstage
. El viernes. Una panda de músicos de edad avanzada que aún disfrutan del fenómeno gruppie pese al paso de los años. Detrás del telón había un montón de frases sin sentido, un puñado de errores mal-llamados experiencias, una montaña de tropezones, de egos borrachos y de sueños tirados en un sofá con un vaso de ron entre las manos. Y dos chupas de cuero manchadas de desidia.

Sólo un día después, viajé al segundo backstage. Abrí esa brillante puerta azul y ahí estaba, esperando lejos de las guitarr
as, junto a la estufa y con la música a un volumen que bien recordaría a su última función. Detrás de aquel telón había más cordura que en el escenario. Ese backstage estaba cargado de preocupación sincera, de letras dedicadas a una interlocutora estupefacta, de una invitación cotidiana, de avispadas insinuaciones entre líneas.

Pasaron las horas y desperté camino del tercer backstage. Escondida tras mi enorme bufanda, mi gorro y unos guantes con los que enfrentar el frío que empujaba desde el norte, me encontré frente a ellos, los dos “hermanos”. Detrás de aquel backstage había exactamente lo mismo que vi semanas antes en su representación. “Las mismas caras, los mismos gestos...”, dijo alguien la noche anterior. Serenidad, ternura y locura a partes iguales. Lejos de su escenario, de su estudio, apagaban la música y encendían millones de luces. Mejores que las del escenario. Mucho mejores.

Prefiero el backstage a las luces de neón, los focos y los aplausos.

martes, 1 de diciembre de 2009

De vuelta

Sigo prefiriendo caminar. Pese al frío. Suele ser más que inspirador. Cuando no es posible, intento aparcar el coche y viajar en transporte público y observar.

Casi siempre encuentro a esa chica con el gorro de lana y el flequillo afiletado bien colocado por fuera del gorro, con un móvil en la mano apunto de caerse por los cabezazos de Morfeo. Demasiada fiesta. A su lado, una chica con una perfecta coleta, cuello alto y gafas de pasta sostiene un libro en sus manos. Parece haber disfrutado siempre de una vida más académica que sentimental. A su lado, a veces, queda un sitio vacío y me imagino sentándome, cerrando el libro y diciéndole: “no vas a encontrar demasiado en esos libros que estudias tan concienzudamente”. En frente de ellos, un chico con ojos caídos, pantalones desgastados y zapatillas de marca cierra los ojos concentrándose en el sonido del hip hop que parece sonar en sus auriculares.

Hoy, por fin, he regresado a la calle mágica. Y he vuelto a encontrarme con el trovador de la esquina. Hubo un día en el que hablamos. Ahora, sólo nos miramos y él agacha la cabeza cuando paso. Yo le sonrío. La última vez que le vi llevaba camiseta y chanclas. Hoy llevaba unos guantes (cortados, para poder tocar la guitarra) y una bufanda gris. Tengo suerte. Muy pocas personas tienen un trovador a la entrada de su calle mágica.

Dicen que el estrés es la peor enfermedad de este siglo. También dicen que “sarna con gusto no pica”. Nunca he entendido si los “dichos” son compatibles. ..Llevo semanas apresando musas, corriendo, creando, encerrándome en un frío taller de escultores con una estufa. Ellos creen que es la estufa la que calienta. Nosotras sabemos que son todas esas esculturas a medio hacer las que dan calor a esa inmensa buhardilla de Carabanchel. Y también nosotros. Unos traen la guitarra, otros los diseños, otros las letras, algunos la tecnología y la literatura y todos, absolutamente todos, un puñado de cometas.

Disculpen la tardanza. Es un placer volver por aquí. Me alegra observar que sus comentarios han conservado el calor que dejó Irlanda.

Disculpen la tardanza. Les vuelvo a animar a entrar por aquí y no olviden cerrar la puerta porque, si no, no podré abrirles una o mil ventanas más. Al fin y al cabo, dicen que de eso trata la vida.

domingo, 18 de octubre de 2009

Irlanda o hamburguesa con patatas

Habían pasado varios lustros, décadas o tal vez siglos, desde la última vez que paseé por Irlanda. Decenas de años encapsulados en el olvido desde el último viaje. Sin embargo, hace apenas tres noches volví.

De vuelta a casa, di un último paseo por Irlanda. Fue un viaje repentino y fugaz. No sé cómo sucedió pero, en aquel momento, apareció el mar. Y, con él, las olas rompiendo contra las rocas, en la tarde más mágica de todos los noviembres. Y Eglinton Street, junto a Shop Street, y aquel pianista en medio de la calle con un sombrero de copa.

Y apareció la Navidad precipitada por calles repletitas de bares. Y se abrió paso la cerveza Guiness con un trébol dibujado en la espuma, y el imponente Kings Head, y aquel restaurante italiano fingidamente romántico. Y un bocata de embutido español.

Y de pronto, la otra noche, Irlanda se mudó a Madrid. Vino aquel grupo que tocaba en directo debajo de casa, de aquella casa. Y llegó con furia la lluvia en medio de una carretera esperando un
autobús piadoso. Y una isla perdida, y frío solar. Y dos camas juntas y una guitarra que se perdió en el mar. También un abrigo blanco.

Allí, en medio de esa calle madrileña, de pronto apareció Temple Bar, y unos pantalones empapados y una noche en un coche alquilado. Aparecieron las carreteras ultra-estrechas y las rotondas al revés.

Me detuve un momento, miré alrededor y entendí por qué Irlanda se había instalado en Madrid. Porque, por fin, acababa de descubrir lo que siempre nos habíamos preguntando. Ahora sabía la respuesta: Irlanda olía a hamburguesa con patatas.

miércoles, 14 de octubre de 2009

20 minutos de magia

Aquella calle era mágica. O lo es. Quizá sea por el momento del día o la gente, o el inexorable destino al que te conduce. Pero aquella calle era mágica. Es mágica.

Durante los 20 minutos en que cada semana caminabas por ella, sucedían todo tipo de cosas. Como si un huracán agitase todo desde fuera y tú fueras la única que lo notaras. Casi todas las historias nacían en esos 20 minutos. A veces, tuviste que apresurarte a buscar un banco en el que sentarte a escribir. A veces, recurrías a copiar torpemente una frase en el teléfono para evitar que se esfumase todo al día siguiente. Otras veces, simplemente cerrabas los ojos para retenerlo todo en la memoria.

Era extraño porque, en aquella calle, te entristeciste un sólo día. Los demás, recordabas, soñabas, inventabas, y siempre, siempre, sonreías al cruzar el cartel de la calle “Elfo”.

Los orientales hablan de física, de energías, de zonas más o menos “zen”... ¡Vaya usted a saber qué tiene aquella calle!, decías tú. Pero a ti siempre te gustó pensar que, algún día, contarías a tus nietos que había una calle mágica en Madrid.

lunes, 5 de octubre de 2009

Hacer deporte es... insano (II)

Un año después, el deporte sigue siendo insano. ¿El balance de mi temporada en la liga de baloncesto? 9 entrenamientos, 2 partidos jugados, 2 croquetas hechas rodando por el suelo de los pabellones (una por partido), 3 cenas de equipo y 12 cañas de equipo. Hay quien piensa que pueden ser números normales para una treintañera re-incorporada al deporte de equipo. Pero ustedes saben tan bien como yo que quizá haya que entonar eso del “renovarse o morir”. Y para renovarse en el deporte, lo mejor es elegir otro...

Tu finalidad no es perder peso sino volver a subir las escaleras del metro sin que una ancianita te adelante. Y, para eso, eliges algo típico, algo que tengas cerca y para lo que siempre encuentres una amiga dispuesta a apuntarse contigo: aerobic.

“Murphy, acuérdate que empezamos el viernes, que ya es día 1”, dice tu amiga (la que tendrá que cargar con tu pereza todo el año). “¿El viernes? ¿Un viernes? ¿Pero es que la gente no sale?”. Acatas. “Esta vez seré constante. Además, el aerobic no es demasiado agotador, ni requiere esfuerzo ni concentración”, te repites a ti misma.

De nuevo, en la función

Cuando te encuentras con tu amiga, camino del gimnasio, os quedáis mirando fijamente vuestro reflejo en un escaparate. Tienes claro que, además de ser las alumnas menos glamourosas, seréis carne de última fila. Tú, con tus pantalones barriendo el suelo y la camiseta de Fito y Fitipaldis y ella, con una camiseta que reza “Made in Spain” y unos pantalones de chándal adolescente.

Mientras esperas fuera de clase, observas el desfile de tops y modelitos más propios de la sastrería de “Fama, a bailar” que de un gimnasio de barrio. ¡Una chica está haciendo aerobic con un palestino enroscado en el cuello! No te importa nada de eso. Estás orgullosas de ir un viernes a las 8.30 al gimnasio (bien pensado, así te activas para la noche de cumpleaños que tienes por delante).

Rápidamente, te colocas en la última fila. Miras a tu alrededor para ver que tu amiga y tú estáis en el lugar correcto. “Veamos... mmm... esa chica que está a mi lado lleva una camiseta de Brugal. Perfecto. Estamos en la fila correcta”.

Comienza la música y aparece una chica flaquita, bajita y con una sonrisa en la cara. Cuatro minutos después, esa inocente jovencita se convierte en la Teniente O’Neal. Pronto te pide que coordines brazos y piernas y tú, que siempre has creído que bailabas bien, descubres que la clave estaba en que no movías los brazos. Todas empiezan a parecer sexys bailando, pero tu reflejo en el espejo parece una caricatura de una tipa que está espantando moscas mientras se rompe la cadera.

“No pasa nada, porque en la última fila, nadie te ve”, te dices a ti misma. Nadie te ve... hasta que el baile cambia de dirección y todas se dan la vuelta. En ese momento, sientes todas las miradas sobre ti, asumes tu vergüenza y tu cara empieza a mutar hacia un rojo que poco tiene que ver con el sentimiento de asfixia que llevas un buen rato padeciendo. Miras el reloj de la esquina y sólo han pasado 15 minutos. ¡15 minutos! ¡Pero si llevas 14 harta del ‘chunda chunda’ que te hacen seguir!

Aguantas. Resistes. Y, por fin, te sientes victoriosa cuando llegan los estiramientos finales. Sonríes irónicamente a tu amiga (tan asfixiada como tú), insinuando que te tendrías que haber apuntado a yoga. O, mejor, a un taller de literatura (¡pasando páginas también se mueven los brazos!)

-“¡Sacad las colchonetas!”, dice O`Neal.

-“¡Por fin!”, piensas tú, asumiendo que después de los estiramientos llega un poco de relajación...

-“¡Empezamos con las series de abdominales!”, grita aquel ser despiadado.

¿¿Que qué?? En décimas de segundo, el rojo de la vergüenza en tu cara se ha convertido en el rojo de la furia. Miras a tu alrededor, buscando caras dispuestas a la revolución (a parte de la tuya y la de tu amiga), pero allí la gente parece estar poseída (¿por el “espíritu” olímpico?), porque sonríen y corren por las colchonetas.

Cuatro series de abdominales y te quedas inmóvil, contando por quinta vez los cuadraditos del techo. Una serie de abdominales más, y crees que serás capaz de ver dragones. A ver si hay suerte, y alguno te saca de allí... hasta la próxima clase.

¿El balance de mi nueva temporada de deporte insano?

- Asistencia a clase: 2 de 2

- Agujetas: 200%

- Improperios lanzados durante los saltitos aeróbicos: 13

- Probabilidad de abandono: 80 por ciento

lunes, 28 de septiembre de 2009

De grande a pequeño (y viceversa)

Era un gilipollas. Así le veíais casi todos en aquella época, la de tus primeros contactos con la industria discográfica. Era un jefe. O un jefecillo. Se consideraba a sí mismo todo un “descubridor de pelotazos musicales” (bien es cierto que un par de ellos fueron obra suya, acompañados, eso sí, de otros cuantos prometedores... fiascos).
A su tendencia a la altanería se unía su costumbre de rodearse de chicas de cuerpo impresionante y cerebro fácilmente impresionable. No cogía el teléfono a músico alguno y apenas se rebajaba a hablar con quienes no tuviesen despacho propio. Siempre pensaste que era un estúpido engreído con un ego al que alimentaba con polvos blancos. Él debía pensar que tú eras esa chica callada y discreta, poco amante del protagonismo y absurdamente volcada en un grupo de mucho potencial y poca calidad, como te recordaban a menudo.
Ha pasado el tiempo, y las confluencias astrales siguen haciendo de las suyas: provocar reencuentros para demostrar que el tiempo nos recoloca contínuamente en el tablero de ajedrez. Los astros se han encargado de elegirte el lugar: un bar. A las 3 de la madrugada. Ahora, con muchas partidas ya a tus espaldas y con permiso de tu diarrea verbal, le lanzas a la cara un...“Siempre pensé que eras un gilipollas”.
De pronto, aquel gilipollas resulta ser un poco más pequeño. Te coge de la cintura y sigue encogiendo. Te das cuenta de que han cambiado los trebejos y tú elegiste la reina y él, el peón. Y, de pronto, aunque te regale su tarjeta y te hable de su puestazo en la industria, desde el que podría hacer mucho por ti, a ti ya no te interesa. Ahora es entrañable. Incluso interesante. De hecho, puede que ya no sea un gilipollas... pero a ti, eso ya no te importa.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Suma y sigue

Un año más”. Ese es el implacable balance que hacen muchos cuando llega su cumpleaños. El mío no. Hay otros que oscurecen su día gracias a una crisis existencial anual que les hace entonar un trágico “he perdido tanto el tiempo...”. Tampoco es mi caso. En el otro extremo, están los adictos al “este será mi año”, sin que de esa frase cuelgue una etiqueta que explique si para ello tienen que lavar su vida a mano o a máquina. Ni si quiera ese es mi caso.

Hace unos días, tras un improvisado debate sobre la felicidad, entramos a un bar en el que pedí a quienes me acompañaban, que aderezásemos la copa con un solitario donut de chocolate que relucía en una pequeña urna de cristal junto a la barra. Acostumbrados a mis a-menudo-descabelladas sugerencias, aceptaron compartir aquel enorme donut. El último trozo fue el de la discordia, así que –reproduciendo una famosa escena de Notting Hill- decidimos conceder el último pedazo a quien tuviera más motivos para ser infeliz.

Cada uno argumentó su posible infelicidad con todo el drama que pudo añadir. Él, sin embargo, tomó el pedazo de donut, se lo comió y después, simplemente sentenció: “Soy yo quien me lo tengo que quedar, porque soy varios años mayor que todos vosotros”. ¿Desde cuándo la edad era un motivo para el drama? Pensé, entonces, que aquella podría ser la cuarta especie: la que aún no ha entendido el porqué de cumplir años.

En cuanto a mí, cada cumpleaños es un “suma y sigue” (de experiencias, no de años). Por eso, esta vez, he no-celebrado mi cumpleaños durante tres días. Y lo he no-celebrado sin Asuntos pendientes, Lejos de los que ya no están ni han querido volver a aparecer y más cerca de los que aparecen Antes de que cuente diez. Y estuvieron todos, de un modo u otro: los de antes, los de ahora y los de mañana. Y se acercó la música para hacer un intento más. Estuvo Madrid, y también volvió Fito. Aposta por mí. Y no faltaron a la cita las payasadas y las absurdeces, que llegaron de la mano de las infantilidades (que a veces se olvidan de pedir permiso a los años para entrar en escena).

Hay quien dice que uno no debe repetir las vivencias que ya fueron buenas, ni siquiera para perfeccionarlas. Por eso, no importa si esos tres días no llegásteis a probar las croquetas de Moncho, o si el pequeño poeta se quedó sin disfrutar del final. No importa que no llegases a aprenderte aquel baile ridículo ni que lo bailases tú solita justo al lado de la Cibeles. Quizá sea cierto aquello de que las cosas buenas no hay que repetirlas... para dejar espacio a otras mejores.

martes, 15 de septiembre de 2009

(Sin)Sindrome postvacacional

Por segundo año consecutivo, desconozco el significado del síndrome postvacacional. Aún menos qué es eso de depresión postvacacional. Llámenme rara, excéntrica o, simplemente, digan que sigo viviendo contracorriente.

Cuando era pequeña, el mes de septiembre era un mes espeluznante, sinónimo de vuelta al colegio, de desconcierto, de descontrol, de miedo al día cero. El reencuentro con amigos se hacía extraño, las calles de Madrid se volvían pesadas, la vuelta al cole provocaba nudos en el estómago y, hasta retomar las clases de piano se hacía difícil tras varios meses sin tocar un solo acorde. Años después y, como buena trabajadora, septiembre se convirtió en el mes de la vuelta al trabajo, de los madrugones, de la pereza de arrancar una etapa más y volver a hacer el cambio de ropa en el armario.

Con el paso del tiempo, el “día cero” es distinto ada año. Y cada vez más perfecto. Quizá porque mi septiembre siempre arranca con nuevos proyectos y con tantos planes como soy capaz de imaginar. Ahora, el mes de septiembre me encuentra con una nueva mochila cargadita de proyectos, personas y buenas ideas . Sin embargo, mi mochila no pesa.

Este mes de septiembre tengo, como todos, mi particular vuelta al cole. O al trabajo. O al arte. O a todo lo que quiera. Por eso, como hace muchos años, este mes de septiembre estoy escribiendo y borrando cosas con una novísima goma de Milán. A mí me gustaban las de color verde (las blancas se ensuciaban pronto). Y este mes de septiembre tengo un pupitre nuevo. Y gigante. Para mí solita. Para mis cosas.

Espero contarles, dentro de un tiempo, que mi mesa está llena de garabatos, que me ascendieron de curso, que gasté tantos lápices como gomas de borrar errores. Y que el cuaderno lo rellené y tuve que comprar otro nuevo. Y que tuve cuadernos de cuadros y de rayas, y blogs de dibujo y que, esta vez, no tuve que pedir a nadie que me ayudase a dibujar. Les prometo que, dentro de un año, les contaré cómo ha sido mi nuevo curso.

Feliz vuelta.

martes, 11 de agosto de 2009

Sol, ¿déjame en paz?

Pasamos meses suspirando por los rayos de sol. Cruzando a la acera que esté inundada por el sol para que nos caliente o nos inyecte energía. En cuando asoma la primavera, buscamos terrazas con las sillas al sol y huimos de las mesas oscurecidas por una de esas espantosas sombrillas publicitarias. Paseamos al perro por el sol, leemos en un soleado banco del parque y descorremos las cortinas del salón para que la luz se reparta por todos los rincones de la casa.
Pero llega junio, julio y agosto y el calor del sol lejos de la playa estorba, molesta. Y vuelven a llenarse las aceras con sombra de peatones acelerados. Y el sol pica. Y volvemos a buscar la sombrilla de Coca-cola o la de Cruzcampo. Y bajamos las persianas, nos ponemos gorra y gafas de sol para refugiarnos después en cualquier techado diminuto.
Es como si el sol comenzase acariciando para acabar golpeando. “Sol, déjame en paz”, que decía el “bueno” de Robe Iniesta cuando se cansaba de ser hombre. Y debe ser eso lo que piensan algunos cuando el sol se mete sin piedad por los poros de nuestra piel. A unos para tostarles, a otros para achicharrarles y enrojecerlos o a otros, como a mí, para darnos la energía que los nubarrones a veces se llevan.

domingo, 2 de agosto de 2009

Copenhague o los camareros

Últimamente me siento como una antropóloga accidental estudiando una especie. Un gremio. Un oficio. El de los camareros. No porque sean peculiares sino por su peculiar interacción conmigo. O la mía con ellos. No me entiendan mal, quizá esa peculiar relación que nos profesamos no sea culpa suya. “Quizá no es por ti, es por mí”, que dirían los fanáticos de las frases cómodas.

Mi improvisado estudio comenzó con el camarero 1 (Happy-person). Aquel que me servía cafés hace tiempo y que, cada vez que entraba por la puerta, me sonreía con un “buenos días, voz”. Él era de la rama de los “camareros-happy”, esos que pelean cualquier cliente, ya que la velocidad y la destreza no les acompañan al servir desayunos. Para suplir sus carencias, empleaba una seguridad en sí mismo y una sonrisa poco natural y aún menos ingenua.

Quizá por mis preferencias por la destreza frente a la amabilidad, abandoné aquel dulce saludo por otro más efectivo: el del camarero 2 (Eficaz). El que me dijo un día al oído: “te he guardado el donut de chocolate para que no te lo quiten” (mientras sacaba un plato con un delicioso donut fondant que había escondido tras la barra). Nunca supo que mi capricho por aquel donut sólo respondía a un día “tonto” y que durante las dos semanas siguientes acepté el bollo sólo por “compromiso”. Esta especie de camareros suele tener gran aceptación entre los clientes. Y, en cuanto a mí, eficacia + detallismo le convirtieron en mi camarero favorito durante un tiempo prudencial (ya se sabe que en el mundo de la hostelería hay que renovarse o morir).


Pero mi relación con este noble gremio podía ser menos afable y más compleja. Fue entonces cuando llegó mi cruce de miradas con aquel camarero 3 (Gruñón), el del ceño siempre fruncido con quien no lograba entenderme pero que, de buenas a primeras, una noche cambió los gruñidos por dos besos sorpresa acompañados por un “mejor llámame por mi nombre”. Es una especie condenada a la extinción por sus desafíos constantes, su agresiva forma de entregar la cuenta y la poca sutileza con que deposita los vasos en la mesa.

Cuando mi poca fe en los camareros nocturnos amables había calado hondo, surgió la figura del camarero 4, el Tímido. Ese entrañable torpón a quien el destino llevó a encontrar este humilde blog. Sigue siendo adorable esta especie de camareros, aun con sus equivocaciones constantes y sus pocas palabras.

Por último, estaba él: el camarero 5, el Excéntrico, la especie más compleja de todas y, a veces, la más divertida. Esta especie se encanta a sí misma, se adora e incluso, a veces, se idolatra. Acostumbra a repartir besos y sonrisas como un pastor que cree tener un rebaño (que, en la mayoría de los casos, no es suyo). Mi vínculo con el camarero 5 ha sido una larga y confusa relación de tira y afloja. Más bien tira. Tal vez porque creo en los actores casi tan poco como en los músicos o quizá por su presencia en teleseries y anuncios de televisión, esos tira y afloja pronto se convirtieron en cortes, batallas dialécticas, sarcasmos y, finalmente, en un peculiar juego entre pintas y ron. El juego de ponerse a prueba. Yo probando su ingenio para torear borderías y él tratando de encontrar escapes a mi a veces limitada locuacidad. Pero, si no se tiene precaución, con esta especie, la del camarero 5, todo puede convertirse en una escena de una extraña película de Woody Allen...

- Chssss! Chssss!–escuché a mi espalda mientras me disponía a salir del bar.

Y allí estaba el camarero 5, apoyado en la barra y fumándose el cigarro que indica que el cierre del local es inminente. Me miró fijamente y, con su cara a menos de 5 centímetros de la mía y su sonrisa de actor emergente, preguntó:

- Copenhague, capital de...

A veces, ni si quiera mi afición a las indirectas, el sarcasmo y los juegos de palabras son suficientes ante determinadas situaciones. Así que, me encogí de hombros y mientras empujaba la puerta para salir del local, grité un extrañado... “¡Dinamarca!”. Y, con esas últimas palabras, se detuvo mi estudio de la especie número 5, cuyas reglas y modus operandi no he logrado entender aún.

martes, 21 de julio de 2009

Luna

Hace tiempo que no miraba la luna. Quizá porque siempre he presumido de ser más lunática que lunera. Pero la otra noche, una ráfaga de viento me despertó a las 4 de la madrugada. Abrí los ojos y ahí estaba. Tumbada en mi cama de ciudad, junto a mi ventana de pisito de ciudad y con el ruido de fondo de coches de ciudad, tenía un primer plano de una enorme luna llena. Y ni si quiera tenía que incorporarme de la cama para verla.
Cuando uno mira a la luna siempre se acuerda de algo o de alguien. Yo me acordé de mi amigo, el de la Maldita Conciencia, el que salía a las afueras de Barcelona en su moto para sentarse en medio del campo a ver la luna y desconectar de la marejada de la ciudad. Dice que conseguía esa especie de "desconexión lunar".
Hoy se cumple el 40 aniversario de la llegada del hombre a la luna. Hay quien cree que fue cierto. Hay quien sólo ve tres actores interpretando el mejor papel de su vida. Hoy mismo, José Saramago ha publicado en elpais.com un artículo hablando de la Luna. De esa luna, la que olvidamos que tenemos bajo nuestros pies. Espero que lo disfrutéis.

Luna
JOSÉ SARAMAGO 21/07/2009 (
www.elpais.com)
Hace cuarenta años todavía no tenía aparato de televisión en casa. Sólo lo compré, pequeñísimo, cinco años después, en 1974, para seguir las noticias de esa otra especie de llegada a la luna que fue para nosotros portugueses la Revolución de Abril. De modo que recurrí a amigos más avezados en tecnologías punta, y así, bebiendo tal vez una cerveza y masticando unos frutos secos, asistí al alunizaje y al desembarque. En aquella época andaba escribiendo unas crónicas en el recién recuperado periódico vespertino A Capital, más tarde reunidas en un libro bajo el título De este mundo y del otro. Dos de esos textos los dediqué a comentar la proeza de los norteamericanos en un tono ni ditirámbico ni escéptico, como no tardaría mucho en convertirse en moda. Releo ahora estos textos y llego a la desoladora conclusión de que al final ningún gran paso para la humanidad fue dado y que nuestro futuro no está en las estrellas, sino siempre y sólo en la Tierra en que asentamos los pies. Como ya decía en la primera de esas crónicas: "No perdamos nosotros la Tierra, que todavía será la única manera de no perder la Luna".

En la segunda crónica, que di en llamar Un salto en el tiempo, imaginando la Tierra futura como la Luna es ahora, comencé escribiendo que "todo aquello me pareció un simple episodio de filme de ficción científica técnicamente primario. Los propios movimientos de los astronautas tenían flagrante similitud con los gestos de las marionetas, como si brazos y piernas estuviesen manejados por invisibles hilos, unos hilos larguísimos sujetos a los dedos de los técnicos de Houston y que, a través del espacio, producían allá arriba los gestos necesarios. Todo estaba cronometrado, hasta el peligro se incluía en el esquema. En la mayor aventura de la historia no hubo lugar para la aventura".

Y fue ahí cuando la imaginación se apoderó de mí. Decidió que el viaje a la Luna no había sido un salto en el espacio, sino un salto en el tiempo. Así, los astronautas, lanzados en su vuelo, habían caminado a lo largo de una línea temporal y se habían posado otra vez en la Tierra, no ésta que conocemos, blanca, verde, morena y azul, sino en la Tierra futura, una Tierra que ocupará todavía la misma órbita, circulando alrededor de un sol apagado, muerta ella también, desierta de hombres, de aves, de flores, sin una risa, sin una palabra de amor. Un planeta inútil, con una historia antigua y sin nadie para contarla. La Tierra morirá, será lo que la es hoy, decía para terminar. Al menos que no sea para lo que nos quede el mosaico de miserias, guerras, hambre y torturas que viene siendo hasta ahora. Para que no comencemos a decir, ya hoy, que el hombre, finalmente, no ha merecido la pena.

El lector estará de acuerdo en que, para bien y para mal, no parece que haya mudado mucho de ideas en cuarenta años. Sinceramente, no sé si me debería felicitar o corregir.- Planes de vuelta a la Luna.

Dicen que ella no ríe...

Dicen que ella ya no sonríe, que algo le pasa o… que algo le han hecho. Algunos le explican que la adolescencia es dura, y que uno no puede elegir el momento, el lugar y las personas que se interponen en su camino. Le hablarán de conceptos que debe aprender, le animarán a ser capaz de ignorar, de ser una misma, de fortalecerse. Y por eso, cuentan que ahora se ha vuelto triste y solitaria. Que prefiere la compañía de su guitarra al de muchas personas.
Ella es especial. Quizá ese sea el problema porque, a ciertas edades, el borreguismo es la opción más útil... y la menos peligrosa. La recuerdo delgadita y tímida. Tenía una dulzura que sólo se escapaba a través de su sonrisa, y que se camuflaba a menudo en sus pocas ganas de hacer gala de la coquetería. No hablaba mucho, pero sus miradas siempre delataban admiración por los suyos, una ternura contenida y ganas de demostrar su amistad con la Diosa Creatividad. Algún día, querida niña, te darás cuenta de que ser capaz de mirar, admirar y aprender de las personas como tú lo haces es uno de tus grandes tesoros. Cuando crezcas, esos tesoros te harán diferente. Y te alegrarás de serlo, porque el mundo ya está demasiado lleno de personas clónicas con trajes grises.
Ella siempre ha tenido ese brillo en la mirada. El brillo que indica que dentro de esa persona tímida hay un torbellino de sensibilidad e inteligencia. Pero es demasiado pronto para que el torbellino salga y lo cambie todo. Aprenderás que no pueden acelerarse las agujas del reloj. Deja que pase el tiempo. Aprende, confía en ti y mantente alerta, porque va a llegar el día en que empieces a ser más fuerte, más grande y aún más especial. Y ese día, cuando pase la absurda crueldad de la adolescencia, te alegrarás de no ser como ellos. Y yo, querida María, me enteraré en la distancia y seré una más de tus admiradoras.

martes, 7 de julio de 2009

La chica de la fiesta

A la mañana siguiente, casi puedo ver el mismo humo que retratan las películas el día después de una épica batalla. Siempre pasa. Me levanto y trato de no mirar alrededor mientras enderezo mi camino rumbo a la cocina, guiada por la única neurona que despierta conmigo: la que pide café. Así son las mañanas después de una fiesta. A la mañana siguiente, siempre me duele la cabeza. Como te duele cuando se desata la tensión tras un examen. Cuando se empieza a disipar el nubarrón, no puedo evitar hacer balances...

Moviendo la cuchara antes de dar el último sorbo al café, recuerdo el lugar donde estaban todas y cada una de las personas, rememoro algunas conversaciones y me giro para ver el exceso de botellas en la encimera de mi cocina (creo que podría hacer cinco fiestas más con las sobras).

“Esto parece una fiesta de escritores y músicos”, dijo alguien al entrar. Recuerdo las equivocaciones, el primero que se lanzó con mi piano y el último que lo hizo con la guitarra. Las conversaciones en la habitación, los añicos en el sofá, los corrillos improvisados en la única ventana que regalaba aire fresco, los ceniceros improvisados, escuchar tres idiomas en un mismo corrillo, Kiko Veneno, los dos ángeles que se quedaron limpiando y dando el último repaso a la actualidad chisposa de Internet, el regreso de mi pequeño poeta cuando la fiesta había terminado para comer un último bocado y, mientras se cuela en la cocina, le imagino en una administración de lotería apuntando sus golpes de creatividad en el reverso de una quiniela.

Con la tercera coca-cola en el cuerpo y unas enormes gafas de sol que oculten unos ojos cansados, el día después de una fiesta, salgo a la calle con la secreta esperanza de que nadie hable demasiado alto e interrumpa mis recuerdos...

lunes, 29 de junio de 2009

Brico-enfado

Me crecí. Había pintado las cuatro paredes de la habitación. Tres de blanco y una de granate. Pinté también el techo. Compré una cómoda, la lijé, la barnicé y la pinté. Cambié también el color de una mesa. ¡Hasta cosí el bajo de unas cortinas! ¡Y las pinté! Me crecí. Craso error.
Dicen que aquel armario empotrado era muy antiguo. Por eso, sus medidas y su posición eran tan extrañas. “No te preocupes, acércate por una tienda en esa zona que tienen jambas y te quedará bien”. Medí el armario, anoté las medidas y con unos pantalones medio rotos y mi camiseta de tirantitos brico-manía me dirigí a aquella tienda con olor a serrín para comprar jambas de cinco centímetros (sí, ahora sé lo que es una jamba!).
He descubierto que los lunes, en algunos barrios, los vendedores tienen prohibido sonreír. Aquel chico de la tienda, con vaqueros, gafas de sol medio caídas y una coleta a medio deshacer no conocía lo que era la sonrisa. Por suerte, yo sí, y con la mejor de mis muecas (la que finge ingenuidad) y mi ego bricomanía por las nubes, le enseñé mis necesidades carpinterescas.

- No tenemos jambas de 5 cm en blanco sólo tenemos de 7 cm. Si quieres, te las doy sin tratar y las pintas tú... pero tampoco tenemos de 5 cm. Sólo de 4 y de 6. Así que... tú misma- me dijo sin mover un sólo dedo.

Resignada a los 4 centímetros y a que no me ayudase con mis brico-dudas, le pedí que me las cortase.
- Aquí no cortamos en inglete, y con estas molduras, quedará mal si lo cortas recto. Pero no entiendo las medidas que me das... ¿Por qué el armario no llega hasta abajo? No es normal que...
- No intentes entenderlo, ese armario es un despropósito - le corté con ganas de salir de allí para no seguir escuchando comentarios prepotentes.
- Para que lo corten a inglete, puedes ir a una tiendecita cerca de aquí. Hay un carpintero que lo hace.
Ahí me tienes a mí, con mis vaqueros rotos y cuatro maderas en la mano, dirigiéndome a una de las calles más glamourosas de Madrid.
Entrar en aquel taller era como entrar en otro mundo... o en otra época. Eran antiguas cocheras de gente importante, hoy reconvertidas en pequeños trasteros o garajes al aire libre. En el último, con una raída puerta de madera que en algún momento pudo ser verde, estaba aquel hombrecillo.
- ¡ Hola! ¿Aquí cortáis madera?
- Me iba a ir ya... pero bueno –dijo sin sonreír (¡claro, olvidé que era lunes y no podía sonreír!)
Mientras aquel hombre sacaba un metro, que recordé haber visto hace más de 20 años entre las herramientas de mi abuelo, aproveché para recorrer con la mirada todo el taller. Junto a un teléfono antiguo colgado en la pared, había un certificado amarillento enmarcado y lleno de polvo. “El Alcalde Presidente de Madrid, a 10 de marzo de 1951, concede a XXXXX este local para dedicarlo a la carpintería”. ¡1951! Volví a mirarle, con la sierra y una especie de cartabón metálico. Pensé que aquel hombre no tendría nada que requiriese electricidad. Me entraron ganas de preguntar y seguir rastreando, pero cuando estiré la mano para coger una de aquellas reliquias escondidas bajo el polvo, él se puso delante.
- Son dos euros.
Le pagué, y volví a salir a la calle del siglo XXI, de móviles, BMW, Chaneles y Armanis. Cuando tomé la pequeña calle para poner rumbo a mi casa, pasé por una tienda de pinturas. “¡Estupendo, así las pinto en cuanto llegue!”.
- Quiero pintura blanca para estas maderitas -dije mientras hacía mi último intento en busca de un gesto de amabilidad.
- ¿Un kilo? - preguntó sin levantar la vista del suelo.
- ¡Si, 8, no te jode! Pero si son laminitas de 5 centímetros!!!!!”-pensé... Me mordí la lengua ya sin ganas de ronreír y pedí el bote más pequeño mientras él hacía equilibrios con el palillo que le colgaba de la boca.
- ¿Plástica? ¿Al agua? ¿Satinada? ¿Mate?...(no recuerdo las otras 17 preguntas)
- Quiero una pintura blanca para estas jambas. Un bote pequeño, blanco, que pinte madera y no llame la atención, puñetas! (lo de "puñetas" es una licencia literaria... a mí no me sientan tan mal los lunes).
He decidido que el bricolaje ya no tiene gracia. He descubierto que uno tiene un límite de brico-acciones y que, cuando lo supera, todo es un asco. He convocado un concurso público para que alguien pinte las jambas y me las clave en la pared. He dicho a unos cuantos amigos que organizo unas copas en casa pero, en el fondo, sólo quiero un alma caritativa que ponga fin a mi bricoenfado.

martes, 23 de junio de 2009

La noche de San Juan

Dicen que en la noche de San Juan uno debe echar al fuego todo lo malo del último año. “Hay que escribir en un papel lo malo, todo aquello del último año que uno quiere hacer desaparecer, y después quemarlo”, me contaba mientras nos encendíamos un cigarro camino de casa. “Qué poquito creo en esas cosas”, pensé mientras dejábamos atrás a los demás.

Llegué a casa, abrí mi nevera cada vez más vacía y cogí el último yogurt. Sentada en la mesa del mantel de rayajos y dibujos indescifrables, empecé a pensar (una mala costumbre). Instintivamente, tomé un pedazo de papel de los que tenemos la manía de repartir por toda la casa. Saqué un bolígrafo y me dispuse a escribir, asegurándome antes de llevar un mechero en el bolso. Escribí y taché. Y volví a escribir. Y a tachar. “¿Cómo sabe uno qué debe eliminar y quemar?”, me repetía entre mis tachones. Quizá lo que hoy es “malo” puede no haber tenido tiempo de convertirse en bueno. Eso sería como si un sapo maloliente pero destinado a ser príncipe fuera espachurrado por una cortesana caprichosa antes de ser besado por una princesa. ¡¡Un momento!! ¿Estaba siendo optimista? Inmediatamente me levanté y abrí la ventana para que un poco de aire en la cara volviera a despertarme de un positivismo que parece que en este último año ha querido venir a vivir conmigo más de una vez.

Me volví a sentar y convertí mi lista de tachones en una bola de papel que terminó en la basura. Quizá es mejor que las cosas malas sigan esfumándose por sí solas, sin ninguna ayuda incendiaria de la leyenda de la noche de San Juan.

domingo, 21 de junio de 2009

Annie Leibovitz: más allá de la imagen

Cumple dos de los requisitos comunes a casi todos los genios que pasan a la posteridad: un don para el arte y una vida complicada. Annie Leibovitz, y sus 35 años con una cámara colgada del cuello, están este verano en Madrid a través de una exposición con algunas de sus fotos más impactantes. Merece la pena acercarse por el número 31 de la calle Alcalá y disfrutar del trabajo de la que muchos han llamado la fotógrafa del rock... o la fotógrafa de las estrellas. Aunque ella no se considera retratista de celebrities (su carrera ha sido más amplia que todo eso), actores, músicos, políticos y todo tipo de personalidades han querido pasar por delante de su objetivo.
Las mejores portadas de Rolling Stone son creaciones suyas. El editor y fundador de Rolling Stone, Jann S. Wenner contaba así, según recoge la revista, sus inicios: “En 1970, una estudiante de arte de 20 años llamada Annie Leibovitz trajo su portfolio a la redacción. Acababa de refresar de Israel y nos enseñó unas fotos que nos gustaron. Sin abandonar sus estudios, se convirtió en la segunda fotógrafa de la revista. A finales de ese año, fui con ella a nueva York para su primer trabajo importante: la mítica portada de Lennon en enero de 1971. Fue algo mágino. Había captado la humanidad de John”.
Es la autora de fotografías que están hoy en las retinas de muchos. Fue la última persona en retratar a John Lennon (desnudo junto a Yoko Ono), cinco horas antes de que el líder de los Beattles fuera tiroteado, creó la polémica y potente portada del “Born in the USA” del Boss, y retrató el cadáver de la ensayista Susan Sotag, la que durante 16 años fue su amante. Ahora, a sus 60 años, la que muchos consideran un icono de la fotografía pasea por todo el mundo la muestra “Vida de una fotógrafa 1990-2005”. (C/Alcalá, 31. Madrid. Hasta el 6 de septiembre. Entrada gratuita).






viernes, 12 de junio de 2009

No es "borde" todo lo que tiene aristas

Cualquier idea preconcebida sobre las personas no es más que el resultado de nuestra mala costumbre de etiquetar. Parece que, allá donde vayamos, hay personas con una máquina de etiquetado y su batín blanco de supermercado dispuestas a colocar en un estante con su precio a cada persona. Por suerte, no todos viajan con máquina de etiquetado ni todos creen en lo que dice la etiqueta...
Tenía ganas de aquel concierto y me había prometido dejar las críticas en casa y la puñetería encerrada en mi cuarto sin ventanas. Con un vestidito azul, que siempre inspira positivismo, entré en aquel local lleno de humo cuyas secuelas pagó mi garganta durante los 5 días siguientes. “Muérdete la lengua. Aunque te pregunten. Tú puedes. Sonríe, apaga las neuronas que te pidió tu amigo poeta y ladea la cabeza con ese gesto ingenuo que dicen que a veces pones de forma inconsciente”.
Vi las primeras imágenes sobre el escenario y me giré para hacer mi primer comentario. “Murphy, no lo hagas”, me dijo él al oído antes de que pudiese terminar mi primera frase. Me callé, pero él volvió a hablarme: “Como sigas escribiendo esas cosas, me vais a cerrar la revista”, dijo con un tono bromista pero con retazos de sinceridad escondidos.
Quise distraer mi concentración del concierto para no sacar los zarpazos que me estaban rasgando ya la garganta, así que decidí acercarme al área de saludos, que-tales y abrazos nocturnos. Mientras saludaba a los “habituales”, sentí que alguien, que nos escuchaba hablar, me agarraba del brazo.
- “¿Tú eres Murphy?”, me preguntó. “Tenía muchas ganas de conocerte”.
Me giré extrañada y, con gesto serio miré su mano, indicando que no debía estar ahí.
- “Sí. ¿Quién eres?”, pregunté sin cambiar mi gesto serio.
Me nombró un puñado de nombres en común de mi pasado (más y menos acertados) y alguno descolgado de mi presente. Cuando terminó de enumerar nombres “comunes”, rebusqué en los bolsillos dispuesta a sacar mi lata de sarcasmos mientras él seguía hablando y yo permitía que su voz se diluyera por el sonido del concierto.
- “Me dijeron que eras borde al principio, pero que merecía la pena aguantar los envites... que en el fondo no es lo que parece...”
Callé un momento y solté una carcajada. Así de rápido, lo logró. Guardé la cajita de sarcasmos y le tomé del brazo para llevarle a la barra.
- "Mejor guardemos los envites para luego. Te invito a una cerveza por valiente. Pero... guárdame el secreto".

domingo, 31 de mayo de 2009

Debería caminar más

Un día decidí poner en el escritorio de mi ordenador una estrellita en las carpetas de máxima prioridad, en los proyectos más urgentes. A día de hoy, tengo 9 estrellitas en el escritorio de mi ordenador. Me he propuesto que mi día tenga 28 horas y, a veces, creo que las tiene.
En la pared de mi cuarto, la que hace sólo un mes pinté de rojo, coloqué un cuadro enorme en blanco y negro en el que aparece el teclado de un piano y, sobre él, unas piernas de mujer. Recuerdo el primer post-it que coloqué sobre él para recordar una llamada. Ahora, apenas puedo ver un si bemol y una rodilla entre unos 20 post-it de distintos colores.
Me duermo a altas horas tomando café con las musas y me quedo dormida casi todas las mañanas (olvidaba que el arte no es compatible con un trabajo diario, aunque éste tenga un lado artístico... Por desgracia, muy pocos tienen la suerte necesaria para vivir sólo del arte). Me he acostumbrado a llegar tarde a los conciertos, a dormirme con el ordenador encendido, a correr con tacones y a descalzarme en camas de desconocidos. Me he acostumbrado a correr siempre cargada con la agenda y el cuaderno. Y los recortes, discos duros, libros, propuestas, partituras, grabadoras... Suelo hablar por teléfono mientras cocino, tocar la guitarra mientras planifico mi semana y compartir cañas mientras construyo los cimientos de muchos sueños.
Acostumbro a no rechazar planes repentinos (suelen ser los mejores), a hacer siempre hueco para buenas conversaciones y a “arreglar el mundo” con alguien, al menos un día por semana. Cuando me muevo de un sitio a otro, se me ocurren las cosas. Es como si ellas, las ideas, llegasen sólo cuando estoy en movimiento. Quizá debería caminar más... y correr menos.

martes, 26 de mayo de 2009

Un poco de Millás

Para que disfrutéis un poco de la cotidianeidad cercana y lejana de Juan José Millás:
Los pobres
"Dice David Bodanis en Los secretos de una casa que cuando vamos del dormitorio a la cocina, el roce de los pantalones hace que se desprendan de la piel millones de escamas muertas de las que se alimentan universos enteros de bacterias y ácaros que viven en la alfombra del pasillo. La realidad está llena de seres microscópicos que dependen de nuestro sudor, de nuestra caspa. Así, cada vez que nos peinamos, colonias enteras de microorganismos, cuya patria es la moqueta del cuarto de baño, permanecen con la boca abierta hacia el cielo esperando ese raro maná que le envían los dioses.
También según Bodanis, basta un gesto inconsciente, como el de abandonar el periódico sobre la mesa de la cocina, para destruir civilizaciones enteras de neumomonas que viven en las grietas de la madera. Lo que llamamos polvo está compuesto en realidad de un conjunto de partículas, entre las que se incluyen esqueletos de ácaros, patas de insectos diminutos, excrementos infinitesimales y las células muertas de nuestra piel. Todo eso flota en el aire, a nuestro alrededor. Si no nos espantamos de ello, es porque no lo vemos.
Sin embargo, quizá la realidad visible no sea muy distinta: el 80 por ciento de la población mundial está constituido por pobres que no vemos, aunque ellos viven con la boca abierta, como bacterias, esperando que les caiga algo de nuestros cubos de basura: viven de las escamas muertas que desprendemos al andar. Y cada vez que realizamos un gesto cotidiano, como el de firmar un tratado de libre comercio o solicitar un préstamo a bajo interés, miles de ellos perecen ahogados en la tinta de la pluma. A veces, desde los pelos de una alfombra fabricada en la India o desde el corazón de la selva Lacandona, nos llega un alarido que el fundamentalismo de la moderación no nos deja escuchar".

miércoles, 20 de mayo de 2009

Pinos, silencio e historias

Surgió como surgen los mejores viajes. De pronto. En esta ocasión, surgió después de una suculenta comida, un chistoso café y un puñado de chascarrillos. Tenía ganas de conocer aquel diminuto pueblo del que había escuchado tantas buenas historias por lo que, ya que los días de mi semana no respetan orden alguno, no era mala idea hacer un viaje ultrasónico de miércoles. Bastó un “me gustaría conocerlo” para emprender el camino.
Era mejor de lo que había imaginado. Olor a pino y a espliego. Silencio y tres calles torpemente alineadas que habían vivido fiestas, riñas vecinales, primeros tonteos adolescentes y muchas visitas amistosas. En invierno, sólo habitan el pueblo tres ancianos que, cansados de verse las caras, salen a pasear separados. Aquel día, sólo nos cruzamos con uno de ellos que, sin levantar la vista del suelo, alzó la garrota a nuestro paso para saludarnos. En los pueblos de Guadalajara se hace eso: se saluda a todo el que llega como si de un viejo amigo se tratase. No importa si es conocido o no.
Nunca he sabido bien por qué, pero en muchos pueblos, y este era uno de ellos, hay dos lugares de visita obligada: el depósito del agua y el pilón. Así que, tras improvisar una “pachanguita” en una vieja cancha de baloncesto con un desgastado balón de fútbol olvidado, decidimos recorrer las insignias de la aldea.
Recuerdo que hacía calor, pero el aire nos golpeaba suavemente la cara tumbados en la azotea del depósito de agua, con cientos de pinos copando todos los lugares que alcanzaban a ver nuestros ojos. Sólo una estrecha carretera (apenas visitada por uno o dos coches cada día) podía partir ese paisaje verde que con la caída del sol iba ganando matices.
Casi presidiendo el otro extremo del pueblo, se erigía una frágil torreta amarilla de control de incendios. Había que hacer el saludo pertinente a esos cuatro hierros que tantas historias habían contemplado silenciosos. Mientras subíamos a la torreta por esa diminuta escalera metálica, escuchaba más historias de quienes habían pasado por ella. Aquella chica que no cabía por el aro metálico que rodeaba los peldaños, aquel adolescente que se durmió un día de borrachera o el habitante exhibicionista de la caseta de al lado. Arriba, más pinos. Y silencio.
Como en los mejores viajes de miércoles, siempre hay un espacio reservado para una ruta de cañas en otros pueblos, con sus otras historias. Las borracheras de aquel soltero incontrolado, los veraneos en la zona del guitarrista de ese dúo superventas o el encierro en el baño de aquella amiga de tu amigo... Y cae la noche en ese pueblo de historias, pinos y 12 casas. Espero volver pronto.

lunes, 18 de mayo de 2009

Silencio en el autobús

Saber qué equipo de la NBA llegaría a la final de la Conferencia Oeste, unido a un puñado de chascarrillos nocturnos, me habían hecho despertarme esta mañana con una especie de nubarrón en la cabeza. Tres horas de sueño no dan para mucho. Convencida de que “al mal tiempo buena cara”, elegí una chaqueta roja intensa y mi inseparable pañuelo rojo para enfrentar este lunes con un chip zen que me hiciera pensar que “soy una rama de bambú y nada me turba”.
Sentada en mi “oficina móvil”, ella subió al autobús. Bajita, delgada y de unos 55 años. No debía cuidar demasiado su dieta, porque mientras yo había desayunado dos suculentas tostadas, ella había desayunado altavoz. Y se había olvidado del botón del volumen y el de control de graves. Era una de esas voces que yo envidiaba en los doblajes. Grave, gruesa. Hoy, esa voz era una sucesión de golpes en la cabeza.
El movimiento me hizo tener ganas de echar la primera cabezada del día. A ella parecía no importarle. Empecé a escuchar sus primeros balances de actualidad.
- Perdió Nadal. Le quitarán puntos, ¿no? Porque lo de los puntos es algo así. Que si pierdes, te quitan –comentó a su compañero con seguridad.
- No, no. Quitarte no te quitan –respondió aquel compañero con poco oído pero algo más de inteligencia.
- Que sí, que te quitan. Que esto es así -insistió ella.
- Que no, no. Yo creo que no.
- Estoy casi segura de que te los quitan, aunque tenía mucha ventaja.
Se acabó. Me quité mi chaqueta roja (al fin y al cabo, parecía el fin del buen rollo), coloqué una rodilla sobre el asiento, me di la vuelta y espeté:
- No, no te los quitan. Te van dando puntos según vas superando el resultado del año anterior, vale?
Intenté poner mi mirada desafiante pero no debieron entenderla, porque me agradecieron el comentario. Me volví a dar la vuelta y me arropé con mi cazadora roja en busca de un momento de paz a las 8 de la mañana. ¿Era mucho pedir?
Sí, lo era. Pasaron 20 minutos y esa voz seguía martilleándome. Esa risa chillona me estaba poniendo los rizos de punta, y tanta absurdez condensada estaba acabando con mi paciencia. Respiré y recordé aquella serie mítica de Steve Urkel y en la que el impaciente padre de Laura Winslow se repetía... “Un, dos, tres... yo me calmaré... cuatro, cinco, seis... todos los veréis...”.
No llegué al seis. Me quité el abrigo, me giré, me abalancé sobre ella y, pegando mi cara a la suya, grité:
- ¿Qué te parece si bajas el volumen y me dejas dormir? No me interesa tu fin de semana, ni lo que opinas de la economía, ni las historias que te estás inventando, ni la serie que viste anoche, ni lo que te compraste ayer en el rastro. ¡Sólo necesito que te calles! ¡Es lunes y son las 8,20 de la mañana! ¿Es mucho pedir un poco de paz? ¿Es mucho pedir que me dejes vivir?
Aquella señora empezó a hacer pucheros mientras su compañero, impactado, fruncía el ceño. El autobús se quedó en silencio.
Un giro fuerte del autobús me hizo perder el equilibrio y golpear mi cabeza con la ventana... Con el sonido de mi cabeza contra el cristal, me desperté. Habíamos llegado. Aún desperezándome, escuché su voz gruesa aún golpeando palabras detrás de mí. Me levanté, se levantó y sonrió cuando se cruzaron nuestras miradas. En ese momento, solté una carcajada que ella nunca entenderá.

lunes, 11 de mayo de 2009

Fotografías

Por fin llegó esa ansiada cámara de fotos pero no incluía el tiempo para emplearla ni el dinero para aprender a hacerlo. Y yo con esas imágenes esperando en mi cabeza para ser inmortalizadas. Para hacer picados o contrapicados, para difuminarlas, para jugar con el blanco y negro y el color... Estas son algunas fotografías que hice o debí hacer, pero que no han podido recoger la forma y ni el color. Sólo las letras.

REPARTIENDO... PRENSA
Es bajito, con perilla y un pequeño pendiente de aro en la oreja izquierda. Cada mañana, durante todo el invierno, ha estado ahí, vistiendo su chaleco amarillo con las letras gigantes del diario ADN a la espalda y una braga negra protegiendo su cuello. Al filo de las 7:45h, le encuentro un día tras otro con su chaleco de publicidad de ADN, sentado sobre una montaña de periódicos ADN, leyendo tranquilamente el diario “20 Minutos”. Bonita ironía mañanera.
REPARTIENDO... CUENTOS
Mi amigo, el de la librería de cuentos, se ha propuesto que los cuentos salgan a la calle. Por eso, para indicar la dirección de la librería, ha colocado un cartel en medio de una calle peatonal. Del colorista y casero cartel, cuelgan dos alambres: uno con una manzana y otro con una naranja. La policía le ha hecho quitarlo varias veces. Él lo ha vuelto a poner. Con su naranja y su manzana colgando. Bonito cartel y bonito indicador del mundo de los cuentos. Si lo veis, seguidlo.
REPARTIENDO... MÚSICA
Esa pequeña tienda de discos en la calle Hermanos de Pablo. Parece una de esas tiendas en las que suceden historias de amor, de misterio o de amistad en las películas americanas de los años 60. Huele a clásico, aunque su diminuto escaparate se empeñe en mostrar las últimas novedades musicales. Parece el último reducto de una era. Dentro, siempre hay camisetas colgando del techo y alguien buceando entre los CDs del mostrador central. Entraría pero...
REPARTIENDO...SONIDOS
Sólo tiene 3 años, pero acaba de escuchar su primer concierto. He dibujado su cara sonriente, con su manita quitándose el flequillo rubio de la cara y repitiéndole a su madre: “no me guzta el zonido del mononchelo porque ez fuette. Me guzta el monín”. Sin duda, será un gran músico.
REPARTIENDO... SALUDOS
Apareció aquella cara al otro extremo de la barra en el día en que forzamos las confluencias astrales para vernos. Una amplia sonrisa esperando una respuesta. Una mano alzada saludando bajo una especie de timidez forzada. Pero, sobre todo, una sonrisa gigante bajo aquella barba tupida. El fondo, por supuesto, difuminado.

lunes, 4 de mayo de 2009

¿Borges? y yo

Os dejo aquí un fragmento de un texto anónimo que muchos han atribuido a Jorge Luis Borges. Eso es lo de menos...

INSTANTES

“Si pudiera vivir nuevamente mi vida,

en la próxima trataría de cometer más errores.

No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.

Sería más tonto de lo que he sido,

de hecho, tomaría muy pocas cosas con seriedad.

Sería menos higiénico.

Correría más riesgos,

haría más viajes,

contemplaría más atardeceres,

subiría más montañas, nadaría más ríos.

Iría a más lugares adonde nunca he ido,

comería más helados y menos habas,

tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata

y prolíficamente cada minuto de su vida;

claro que tuve momentos de alegría.

Pero, si pudiera volver atrás trataría

de tener solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida

sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca

iban a ninguna parte sin un termómetro,

una bolsa de agua caliente,

un paraguas y paracaídas.

Si pudiera volver a vivir

viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir

comenzaría a andar descalzo a principios de la primavera

y seguiría así hasta concluir el otoño.

Daría más vueltas en calesita,

contemplaría más amaneceres

y jugaría más con los niños,

si tuviera otra vez la vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años

y sé que me estoy muriendo”.

lunes, 27 de abril de 2009

Por un microondas roto

Se ha roto mi microondas. Fue de pronto. Se rompió como se rompen muchas cosas: sin hacer ruido. Por culpa de la crisis, no puedo comprar uno nuevo en esa sección de “pequeño electrodoméstico” (Por cierto, no sé quién diablos lo llamó “pequeño electrodoméstico”: ¡Será pequeño para su cocina!). Fue una pena haber perdido hace tiempo un microondas que me regalaron. (Sí, amigos, se puede ser tan insensato como para perder un microondas…).
Me gusta el café caliente. Me gusta rodear con las manos una taza calentita de café con leche y, antes de bebérmelo, calentar un rato mis manos siempre frías. Por culpa de mi microondas roto, he tenido que rescatar del fondo de un armario un pequeño cazo en el que ahora tengo que calentar la leche a diario. Y acostumbrarme al “demasiado frío” o “demasiado caliente”.
No suelo dormir mucho porque, en mi agenda, con la “d” sólo existen palabras como "dirigir", "divertirse", "doblar", "divagar", "descubrir", "digitar, "decir"...etc. (todo, excepto “dormir”) pero, por culpa de mi microondas roto, ahora duermo aún menos. La culpa la tienen esos minutos que tardo en calentar la leche y estar pendiente de no quemar otro cazo en esa vieja cocina de gas (a veces olvido que no suena un “ding” cuando está caliente).
Por si esto fuera poco, el microondas era una tabla de salvación para disimular mis escasas dotes culinarias. Por culpa de mi microondas roto, se ha desequilibrado mi dieta. Una mañana me presenté a esos cuatro amenazantes fogones que parecían querer vengarse por las veces que he pasado junto a ellos mientras abría con desdén la puertecita del microondas: “Buenos días cocina –le dije con mi mejor sonrisa- creo que no nos habían presentado. Soy Murphy y prometo portarme bien… si me echas una manita”. Creo que ella no está dispuesta a poner de su parte…
Me paso el día corriendo de un lado a otro anotando ideas que encajan en cada uno de los proyectos que tengo en marcha. Por culpa del sueño y de mi dieta desequilibrada (provocados por mi microondas roto), la creatividad juega conmigo al escondite y no tengo reflejos para perseguirla. Para colmo, mi agenda se ha sublevado después de haberse visto abandonada sobre una máquina de tabaco, en casa de un amigo y en un estudio de grabación.
Debido al jugueteo de mi creatividad y a mis lapsus periódicos, tengo a cuatro personas esperando que les entregue la base para empezar a trabajar en uno de mis proyectos más ambiciosos… Lo más terrible, es que ellos no entienden que la culpa de todo la tiene un microondas roto. No entienden que muchas veces, cuando algo se rompe, se desencadenan una serie de catastróficas circunstancias.

lunes, 20 de abril de 2009

Palabras (I): Boca

Con la boca se habla, se come, se bosteza, se bebe, se silba, se grita, se besa, se canta, se susurra, se suplica, se recita, se hacen pucheros, se ríe, se sopla... Hay bocas de metro, bocas de riego, bocas de incendios, deliciosos boca-tas, enormes boca-dos, vinos de buena boca, y divertidos momentos tumbados boca-arriba. O boca abajo. Y también, dichos, muchos dichos...

Aunque uno sepa que en boca cerrada no entran moscas, a la mayoría acaba perdiéndoles la boca. “Es un boca-chancla” –tienden a decir muchos. Y es que, igual que a nadie amarga un dulce, a nadie amarga el estar en boca de todos. Conseguirlo siempre ha sido fácil. Basta con que uno cuente y cuente o que se le llene la boca con historias llenas de morbo (aunque sea de boquilla), para que el boca a boca se ponga en marcha y, con él, una maquinaria que a veces implica meterse en la boca del lobo.
Igual que muchos niños tienen una etapa en que se llevan todo a la boca, muchos adultos tienen una fase en la que no les importa que sus vivencias viajen de boca en boca. Reconozco quedarme con la boca abierta escuchando las historias que circulan por ahí. Sin embargo, y por mucho que intente cerrar la boca, también entro en el juego y acabo poniendo en boca de alguien frases mal entendidas, y una cosa lleva a la otra... Y he de decirles (con la boca pequeña) que con frecuencia los chascarrillos vuelven a viajar reconvertidos en algo distinto. Y así debe ser, porque no se hizo la miel para la boca del asno ni el chascarrillo para quien no sabe disfrutarlo y, si lo merece, dejar que siga viajando de boca a oreja.
No se me adelanten y me quiten de la boca otros dichos que anulan mis argumentos, como el que reza eso de que “por la boca muere el pez” (bien distinto lo entendió Fito Cabrales cuando decía que no moría, sino que vivía). Les taparé la boca si me contradicen y no dejan que me excuse porque esto, al fin y al cabo, es sólo un decir por decir, y porque nada de esto debe importarles si ustedes son de esos que tienen que preocuparse más por las bocas que han de alimentar que por las que han de tapar. Que esperono sea la mía.