martes, 13 de septiembre de 2011

La despedida, preámbulo inevitable del saludo

Hay épocas en la vida en las que todo parece remar en la misma dirección y cualquier reflexión desemboca en un mismo concepto. Como si algo en el universo gritase: "¡Eh! ¡Murphy! ¿No crees que hace demasiado tiempo que no piensas en esto?". Y aparecen a continuación esas extrañas rachas en las que todos los libros que caen en tus manos hablan de ello, las conversaciones a las que estás invitada confluyen en ese mismo punto, e incluso las cartas que te envían tienen la misma postdata implícita. En mi "racha", todo gira en torno a las despedidas (no amargas, eso sí), tal vez porque algo en el ciclo de la vida exige que cuando uno concatena demasiados saludos debe lanzarse a las despedidas.

Mi etapa comenzó con una primera despedida hace algo más de un mes. Fría, distante y sin respuesta, como acaban los proyectos que se desgastan con el tiempo y que prefieren desvanecerse antes de escuchar un “adiós” oficial. Hace más de dos de semanas llegó la segunda, con algo más de sentimiento y algo menos de rotundidad, pero con la satisfacción de un buen camino compartido. La tercera y la cuarta fueron muy celebradas por las protagonistas del adiós y por quienes las observábamos partir hacia una nueva vida.

Entre proyectos y personas “despedidas”, hace cuatro días me vi tomando vinos en una pequeña taberna del centro mientras argumentábamos cómo también el ciclo de la naturaleza es una sucesión de finales y principios (se despide el verano para que nazca el otoño, se marchitan las flores para que puedan florecer de nuevo, cae el sol para que pueda salir la luna...). No habían pasado demasiadas horas desde aquellos vinos, cuando una vieja amiga me citaba en un café, dejando caer entre líneas que acababa de vivir una gran despedida (de esas que tanto cuestan). Y hoy, hace solo unos minutos, rescato de mi buzón una carta de Movistar: “Gracias por el tiempo que ha permanecido con nosotros - dice literalmente-. No olvide que le estaremos esperando con los brazos abiertos” “si algún día desea volver a contar con nosotros”. Volver. Me ha hecho reír.

Vivo estos días deleitándome con “El Palacio de la Luna”, de Paul Auster. Hacía tiempo que un libro no me hacía saborear hasta las páginas que parecen llamadas al olvido (esas que no recogerá el Wikiquote con las mejores citas del autor). Ahí, junto a un fantástico discurso de despedida, finaliza el protagonista: “Por ahora, vamos en direcciones opuestas. Pero antes o después nos reuniremos de nuevo, estoy seguro. Al final todo sale bien, ¿comprendes?, todo conecta. Los nueve círculos. Los nueve planetas. Las nueve entradas. Nuestras nueve vidas. Piénsalo. Las correspondencias son infinitas. Pero ya basta de charlatanería por esta noche. Se hace tarde y el sueño nos llama a los dos. Ven, dame la mano. Sí, eso es, un buen apretón, firme. Así. Y ahora sacúdela. Eso es, un apretón de manos de despedida. Un apretón que nos dure hasta el fin de los tiempos”.

Qué delicia esa manera de despedir... como preámbulo para saludar.

jueves, 23 de junio de 2011

Otra noche de San Juan... y las arrugas

Hace dos años nos reunimos en la noche de San Juan, y yo –seguidora fiel de cualquier majadería que provoque sonrisas- amagué con quemar malos recuerdos en una diminuta servilleta de papel que tomé prestada en un bar. En un pequeño ejercicio de lucidez (de vez en cuando vienen bien) me arrepentí y opté por tirar a la basura ese pequeño listado y almacenar los malos recuerdos en el rincón del inconsciente llamado “No Repetir”, de manera que pudieran ser útiles en el futuro.

Anoche, en torno a tres tintos de verano, volvimos a recordar aquel intento fallido, nos reafirmamos en los sinsentidos de la queja fácil y huimos de nuevo de los intentos inútiles de borrar historias pasadas. Este año, ninguno teníamos intención de quemar nada, y las servilletas del bar sólo las empleamos para hacer planes de futuro (algunos no podemos evitar emplear las servilletas para escribir...). Sin embargo, unas horas antes de nuestro encuentro, alguien intentaba demostrar que sí había cosas que borrar: las arrugas.

Eran las ocho de la tarde cuando una dependienta charlatana trataba de endosarme una crema facial, insinuando el peligro de que el rastro de los años se instale en la cara en forma de arrugas. ¡Vaya! – pensé por un momento. ¿Así que... sí hay cosas que borrar? Me miré en el espejo al llegar a casa y analicé algunas pequeñas arruguitas que habían decidido asomarse tímidamente. Las pequeñas líneas que acompañaban los laterales del ojo me recordaban cada una de las carcajadas que he lanzado al aire y las risas amables que he regalado a quien me hacía pasar buenos ratos. Las de la frente tenían dibujadas a las personas por las que me he preocupado y las de quienes me han hecho enfadar. Las mejillas insinuaban cada esfuerzo extra y cada pelea por algún reto... En definitiva – nos decíamos horas después en la tertulia del miércoles- las arrugas sólo eran el rastro de las experiencias y no de los años. Tras el brindis final, un año más, me dirigía a la noche de San Juan con la servilleta en blanco, dispuesta a contemplar el fuego sin esperar que nada desaparezca...

jueves, 3 de marzo de 2011

¿A la baja?

“Será que hay personas que cotizan a la baja”, le contesté ante una pregunta tan personal, y aludiendo así a uno de sus (futuros) escritos. Cuando le despedí, de nuevo con los bolsillos llenos de esa timidez arregla-mundos, me pregunté por qué uno sigue jugando cuando, como en la bolsa, cualquier cotización fluctúa rápida y radicalmente. Cuando hasta las inversiones más seguras, las que todos dicen que no tienen riesgo, pueden arruinar incluso al que siempre presumió de intuición para lanzarse a empresas con proyección.

Los hay adictos a las “inversiones de poco riesgo”. Aquellos que, por miedo a perder lo poco que tienen, pasan los días viendo pasar grandes ocasiones, inversores forrándose o arruinándose a su lado. Esos que ven pasar torbellinos de emociones en los demás, pero que se agarran a unas acciones que no le permitirán la gran alegría, pero tampoco la gran decepción.

Uno de los personajes redondos que me rodean, siempre dice que hay que ser un jugador arriesgado, de los que juegan a cartas descubiertas, los que lo apuestan todo aun con el riesgo de perder. “Siempre se puede empezar de nuevo cuando la campana vuelva a sonar en Wall Street”, dice cada vez que brinda con esos tercios de Mahou que tanto le gustan.

¿Y qué ocurre cuando algunos juegan con información privilegiada? ¿Es posible invertir en sectores que ya quebraron? ¿Cómo sabe uno que es el momento de dejar de invertir en una empresa que hace tiempo que dejó de dar beneficios? “En ese caso –dice otro personaje redondo- uno se retira con la tranquilidad de saber que nunca volverá a producirse una crisis del 29”.

Mientras no exista manual de instrucciones que nos salvaguarde de los errores, advirtiéndonos sobre aquellos sectores en los que no invertir, parecemos abocados a seguir confiando en nuestra intuición y en los que, al día siguiente, nos animan a seguir invirtiendo.

lunes, 7 de febrero de 2011

De la existencia de la duda...

Siempre he creído que existe una cualidad, por encima de otras muchas, que diferencia a los hombres de los animales: la voluntad y, por tanto, la capacidad de elección. Las decisiones, en definitiva, serían esas baldosas amarillas (que diría la pequeña Dorothy en el Mago de Oz) que van marcando un camino y no otro. Esa parece ser la ventaja del ser humano, aunque el inconveniente viene sólidamente unido a ella: la duda.

¿Qué puede más: el beneficio de la duda o la sombra de la duda? Eso debía ser lo que pensaba Reginald Rose al escribir Doce Hombres sin Piedad, esa película (y obra teatral) en la que un miembro del jurado esgrime “una duda razonable” como argumento para no votar por la culpabilidad de un acusado. Por tanto, ¿una duda es suficiente para no acusar o es la clave para culpar?

Decía Frédéric Chopin (perdónenme por citarle una y otra vez): “La felicidad es efímera; la certidumbre, engañosa. Sólo vacilar es duradero”. Tal vez Chopin sólo citaba a Kant, cuando el filósofo aseguraba que “se mide la inteligencia de un individuo por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar”.

Demasiadas dudas para averiguar algo sobre la utilidad de la propia duda...

martes, 25 de mayo de 2010

El periódico de ayer

“El periódico de ayer hoy no vale para nada”, nos dijimos citando una de sus canciones en aquel camerino grande y frío que invitaba a unas copas que, a escondidas, habíamos aderezado con un poquito de reflexión. Con el brindis, hicimos memoria rápida para asegurarnos, antes de darnos el primer sorbo, de que habíamos tirado el periódico de ayer...

Dicen que somos animales de costumbres y, en algún momento, como tales, todos hemos guardado el periódico del día anterior, aunque sólo sea durante un ratito, un día, una semana o varios meses... Guardamos ese periódico que fue importante porque, en su portada, figuraba una victoria a todo color... o un sonado fracaso. O quizá la despedida de alguien ilustre. A veces, lo guardamos porque incluye la crónica detallada de una era que se resume cada 31 de diciembre, cada mes de septiembre o cada borrón y cuenta nueva. Pero todos, hasta los practicantes de desapegos emocionales, en alguna ocasión, han sucumbido y han escond
ido bajo la mesa el periódico del día anterior.

Yo tuve mi periódico de ayer. Guardado. Más bien, expuesto a todo el que pasaba por delante y, sin permiso, se lanzaba a leerlo ávido de novedades... hasta que leía la fecha. Un buen día, lo dejé olvidado en esa intemperie que muchos criticaban (recuerden que algunos prefieren esconderlos). Y empezó a llover torrencialmente. Al principio eran pequeñas gotas hasta que el cielo comenzó a descargar con fuerza. Primero vi correrse la tinta y derramarse por el suelo hasta que quedó todo emborronado, de manera que me empezaba a ser difícil leer y recordar esa preciosa portada o ese contenido por el cual lo guardé. Aunque los meteorólogos anunciaban sol, una vez más, se equivocaron. El cielo siguió descargando cada vez con más intensidad. El papel comenzó a calarse sin piedad hasta que, una mañana, cuando me levanté, ese puñado de hojas empapadas que era mi periódico había empezado a deshacerse. Esa noche, ya no quedaba ni una esquinita que recordase que allí había depositado un periódico con una historia, una gran portada a todo color, un adiós o la crónica de una época.

Me pregunto cuántos periódicos del día anterior tienen guardados aquellos que se vanaglorian de su desapego. Me pregunto cuántos los habrán tirado sin contemplaciones y cuántos acostumbran a leerlos compulsivamente por si, de tanto hacerlo, la historia pudiese ser cambiada. Me pregunto cuántos diarios habrá destruido la lluvia hasta hacerlos desaparecer y borrar así de la memoria aquella noticia, aquel reportaje o aquella historia por la que un día pensaste que merecía la pena guardar tu periódico del día anterior...

miércoles, 21 de abril de 2010

Nombres

Hay nombres que a uno se le atragantan. Que se le quedan enquistados en la garganta y que, cada vez que los ve escritos o los escucha, uno deja de tragar con naturalidad. Y el ejercicio de la respiración se hace incómodo e incluso dificultoso. Los oídos chirrían y el estómago se descoloca de su posición inicial.

También hay nombres cuyo sonido provoca ganas de cantar. Que dibu
jan una sonrisa infantil e ingenua que uno raramente puede disimular, incluso un cosquilleo en el estómago ("maripositas", que dirían los más edulcorados en esto del sentimiento). Nombres que, cuando uno los escucha en público, generan miradas cómplices, pataditas debajo de la mesa o guiños secretos.

Parecemos abocados a encontrarnos, a leer, a escuchar una y otra vez los nombres que rasgan las gargantas y atronan en nuestros oídos. Sería una de esas “leyes no escritas” que dicen que cuando uno esquiva, siempre encuentra... Y es que, como dijo alguien sabio, es absurdo meter la cabeza debajo de la tierra como un avestruz “mientras hace de su culo bandera”.

Sin embargo, buscamos los nombres cantarines por todas partes. Y, a veces, lo que realmente “canta” son nuestras ganas de que alguien los nombre. De que alguien haga sonar esa melodía, de que alguien deslice por su boca ese nombre que hace que nuestro subconsciente se ponga firme, que nos convierta en un perrillo que levanta las orejas cuando escucha la voz del amo.

Y entre nombres ruidosos de personas disonantes y nombres melódicos de personas dignas del más maravilloso nocturno de Chopin (KK IVa Nr. 16) transcurren los días. Al fin y al cabo, en la música, siempre hay disonancias, cuartas tritono (“diabólicas”, las llamaban los antiguos) y largos silencios que hacen que la obra quede completa. Da capo.

miércoles, 14 de abril de 2010

Personajes

Recuerdo una de las primeras entradas de este blog. Apenas recuerdo cuándo fue... ¡Ah, sí! Hace casi un millón de experiencias. Decía en aquel entonces (y Rulo me lo recordaba hace poco) que había un debate que se repetía en las tertulias repara-mundos de cualquier bar: la vida es lo que uno escribe o algo que uno lee. Recuerdo haberles dicho que lo mejor de ese libro (que unos decidimos escribir y otros solo leer) son los personajes que entran y salen. Aquellos que aparecen en un capítulo y desaparecen, los que se quedaron en el manuscrito y se borraron de la versión definitiva o aquellos que, sin que uno se de cuenta, se apoderan de la historia.

Los puristas de la escritura diferencian entre los personajes planos (los que sólo poseen un rasgo sobresaliente fácilmente etiquetable: el amiguete, el listo, el aburrido, el músico, el protector) y los personajes redondos (compuestos por una suma de inquietudes, proyectos, recuerdos... y una complejidad que dificulta su “etiquetado”). Yo prefiero decir que los planos pasan junto a ti sin despertar una mínima emoción y los redondos son los que poseen esa maravillosa excentricidad, aquellos que “arden” (como decía Kerouac) y que logran que a uno le llegue el calor simplemente con saber que están en la página siguiente (o en la anterior) del libro.

Permítanme un momento para el regocijo. Para entonar un “viva” interior mientras releo las páginas de los últimos capítulos y observo que mi libro se ha llenado de personajes redondos. Permítanme un rato para vanagloriarme por haber aprendido a dejar sólo unas líneas para los personajes planos y regalar capítulos enteros a los que saben escribir un libro apretando fuerte el bolígrafo contra el papel, arriesgándose a escribir incoherencias y errores (si hay que tachar algo, se tacha; al fin y al cabo, quedan muchas páginas en blanco...).

Sonrío con personajes que entraron como bufones y cuyos shows les dieron un papel protagonista. También con aquellos que aparecían sólo para aportar locas extravagancias a los párrafos (pocos) que tendían a la monotonía.

He hecho balance de los personajes que, dispuestos a tirar de mis pies hacia la tierra, han combatido en los capítulos más épicos contra los que se empeñaban en hacerme volar al reino de las Niñas Perdidas (nunca supe quién ganó). Es hilarante protagonizar escenas cruzadas entre personajes que quieren tener el mismo papel; es fascinante dejar que algunos te lleven a “reinos inestables” y lo es aún más permitir que te enseñen parajes salvajes aún por explorar. Ha sido divertido compartir varios capítulos con quien, hace muy poco tiempo, llegó, vio, venció... y volvió a su planeta (“me equivocaría otra vez”, decía Fito). Y sigue siendo fascinante que siempre haya alguien dispuesto a compartir un zumo de naranja.

Una nunca sabe cuándo va a entrar un nuevo personaje, cuándo revivirán los muertos (ya se sabe que la literatura permite que los muertos resuciten) o cuando desaparecerá el personaje que hoy es protagonista. Lo único cierto es que hay un personaje que en todo este tiempo no se ha perdido una sola escena: yo.