
Empecé mi fin de semana asomándome al primer backstage. El viernes. Una panda de músicos de edad avanzada que aún disfrutan del fenómeno gruppie pese al paso de los años. Detrás del telón había un montón de frases sin sentido, un puñado de errores mal-llamados experiencias, una montaña de tropezones, de egos borrachos y de sueños tirados en un sofá con un vaso de ron entre las manos. Y dos chupas de cuero manchadas de desidia.
Sólo un día después, viajé al segundo backstage. Abrí esa brillante puerta azul y ahí estaba, esperando lejos de las guitarr

Pasaron las horas y desperté camino del tercer backstage. Escondida tras mi enorme bufanda, mi gorro y unos guantes con los que enfrentar el frío que empujaba desde el norte, me encontré frente a ellos, los dos “hermanos”. Detrás de aquel backstage había exactamente lo mismo que vi semanas antes en su representación. “Las mismas caras, los mismos gestos...”, dijo alguien la noche anterior. Serenidad, ternura y locura a partes iguales. Lejos de su escenario, de su estudio, apagaban la música y encendían millones de luces. Mejores que las del escenario. Mucho mejores.
Prefiero el backstage a las luces de neón, los focos y los aplausos.