lunes, 7 de febrero de 2011

De la existencia de la duda...

Siempre he creído que existe una cualidad, por encima de otras muchas, que diferencia a los hombres de los animales: la voluntad y, por tanto, la capacidad de elección. Las decisiones, en definitiva, serían esas baldosas amarillas (que diría la pequeña Dorothy en el Mago de Oz) que van marcando un camino y no otro. Esa parece ser la ventaja del ser humano, aunque el inconveniente viene sólidamente unido a ella: la duda.

¿Qué puede más: el beneficio de la duda o la sombra de la duda? Eso debía ser lo que pensaba Reginald Rose al escribir Doce Hombres sin Piedad, esa película (y obra teatral) en la que un miembro del jurado esgrime “una duda razonable” como argumento para no votar por la culpabilidad de un acusado. Por tanto, ¿una duda es suficiente para no acusar o es la clave para culpar?

Decía Frédéric Chopin (perdónenme por citarle una y otra vez): “La felicidad es efímera; la certidumbre, engañosa. Sólo vacilar es duradero”. Tal vez Chopin sólo citaba a Kant, cuando el filósofo aseguraba que “se mide la inteligencia de un individuo por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar”.

Demasiadas dudas para averiguar algo sobre la utilidad de la propia duda...