martes, 21 de julio de 2009

Luna

Hace tiempo que no miraba la luna. Quizá porque siempre he presumido de ser más lunática que lunera. Pero la otra noche, una ráfaga de viento me despertó a las 4 de la madrugada. Abrí los ojos y ahí estaba. Tumbada en mi cama de ciudad, junto a mi ventana de pisito de ciudad y con el ruido de fondo de coches de ciudad, tenía un primer plano de una enorme luna llena. Y ni si quiera tenía que incorporarme de la cama para verla.
Cuando uno mira a la luna siempre se acuerda de algo o de alguien. Yo me acordé de mi amigo, el de la Maldita Conciencia, el que salía a las afueras de Barcelona en su moto para sentarse en medio del campo a ver la luna y desconectar de la marejada de la ciudad. Dice que conseguía esa especie de "desconexión lunar".
Hoy se cumple el 40 aniversario de la llegada del hombre a la luna. Hay quien cree que fue cierto. Hay quien sólo ve tres actores interpretando el mejor papel de su vida. Hoy mismo, José Saramago ha publicado en elpais.com un artículo hablando de la Luna. De esa luna, la que olvidamos que tenemos bajo nuestros pies. Espero que lo disfrutéis.

Luna
JOSÉ SARAMAGO 21/07/2009 (
www.elpais.com)
Hace cuarenta años todavía no tenía aparato de televisión en casa. Sólo lo compré, pequeñísimo, cinco años después, en 1974, para seguir las noticias de esa otra especie de llegada a la luna que fue para nosotros portugueses la Revolución de Abril. De modo que recurrí a amigos más avezados en tecnologías punta, y así, bebiendo tal vez una cerveza y masticando unos frutos secos, asistí al alunizaje y al desembarque. En aquella época andaba escribiendo unas crónicas en el recién recuperado periódico vespertino A Capital, más tarde reunidas en un libro bajo el título De este mundo y del otro. Dos de esos textos los dediqué a comentar la proeza de los norteamericanos en un tono ni ditirámbico ni escéptico, como no tardaría mucho en convertirse en moda. Releo ahora estos textos y llego a la desoladora conclusión de que al final ningún gran paso para la humanidad fue dado y que nuestro futuro no está en las estrellas, sino siempre y sólo en la Tierra en que asentamos los pies. Como ya decía en la primera de esas crónicas: "No perdamos nosotros la Tierra, que todavía será la única manera de no perder la Luna".

En la segunda crónica, que di en llamar Un salto en el tiempo, imaginando la Tierra futura como la Luna es ahora, comencé escribiendo que "todo aquello me pareció un simple episodio de filme de ficción científica técnicamente primario. Los propios movimientos de los astronautas tenían flagrante similitud con los gestos de las marionetas, como si brazos y piernas estuviesen manejados por invisibles hilos, unos hilos larguísimos sujetos a los dedos de los técnicos de Houston y que, a través del espacio, producían allá arriba los gestos necesarios. Todo estaba cronometrado, hasta el peligro se incluía en el esquema. En la mayor aventura de la historia no hubo lugar para la aventura".

Y fue ahí cuando la imaginación se apoderó de mí. Decidió que el viaje a la Luna no había sido un salto en el espacio, sino un salto en el tiempo. Así, los astronautas, lanzados en su vuelo, habían caminado a lo largo de una línea temporal y se habían posado otra vez en la Tierra, no ésta que conocemos, blanca, verde, morena y azul, sino en la Tierra futura, una Tierra que ocupará todavía la misma órbita, circulando alrededor de un sol apagado, muerta ella también, desierta de hombres, de aves, de flores, sin una risa, sin una palabra de amor. Un planeta inútil, con una historia antigua y sin nadie para contarla. La Tierra morirá, será lo que la es hoy, decía para terminar. Al menos que no sea para lo que nos quede el mosaico de miserias, guerras, hambre y torturas que viene siendo hasta ahora. Para que no comencemos a decir, ya hoy, que el hombre, finalmente, no ha merecido la pena.

El lector estará de acuerdo en que, para bien y para mal, no parece que haya mudado mucho de ideas en cuarenta años. Sinceramente, no sé si me debería felicitar o corregir.- Planes de vuelta a la Luna.

Dicen que ella no ríe...

Dicen que ella ya no sonríe, que algo le pasa o… que algo le han hecho. Algunos le explican que la adolescencia es dura, y que uno no puede elegir el momento, el lugar y las personas que se interponen en su camino. Le hablarán de conceptos que debe aprender, le animarán a ser capaz de ignorar, de ser una misma, de fortalecerse. Y por eso, cuentan que ahora se ha vuelto triste y solitaria. Que prefiere la compañía de su guitarra al de muchas personas.
Ella es especial. Quizá ese sea el problema porque, a ciertas edades, el borreguismo es la opción más útil... y la menos peligrosa. La recuerdo delgadita y tímida. Tenía una dulzura que sólo se escapaba a través de su sonrisa, y que se camuflaba a menudo en sus pocas ganas de hacer gala de la coquetería. No hablaba mucho, pero sus miradas siempre delataban admiración por los suyos, una ternura contenida y ganas de demostrar su amistad con la Diosa Creatividad. Algún día, querida niña, te darás cuenta de que ser capaz de mirar, admirar y aprender de las personas como tú lo haces es uno de tus grandes tesoros. Cuando crezcas, esos tesoros te harán diferente. Y te alegrarás de serlo, porque el mundo ya está demasiado lleno de personas clónicas con trajes grises.
Ella siempre ha tenido ese brillo en la mirada. El brillo que indica que dentro de esa persona tímida hay un torbellino de sensibilidad e inteligencia. Pero es demasiado pronto para que el torbellino salga y lo cambie todo. Aprenderás que no pueden acelerarse las agujas del reloj. Deja que pase el tiempo. Aprende, confía en ti y mantente alerta, porque va a llegar el día en que empieces a ser más fuerte, más grande y aún más especial. Y ese día, cuando pase la absurda crueldad de la adolescencia, te alegrarás de no ser como ellos. Y yo, querida María, me enteraré en la distancia y seré una más de tus admiradoras.

martes, 7 de julio de 2009

La chica de la fiesta

A la mañana siguiente, casi puedo ver el mismo humo que retratan las películas el día después de una épica batalla. Siempre pasa. Me levanto y trato de no mirar alrededor mientras enderezo mi camino rumbo a la cocina, guiada por la única neurona que despierta conmigo: la que pide café. Así son las mañanas después de una fiesta. A la mañana siguiente, siempre me duele la cabeza. Como te duele cuando se desata la tensión tras un examen. Cuando se empieza a disipar el nubarrón, no puedo evitar hacer balances...

Moviendo la cuchara antes de dar el último sorbo al café, recuerdo el lugar donde estaban todas y cada una de las personas, rememoro algunas conversaciones y me giro para ver el exceso de botellas en la encimera de mi cocina (creo que podría hacer cinco fiestas más con las sobras).

“Esto parece una fiesta de escritores y músicos”, dijo alguien al entrar. Recuerdo las equivocaciones, el primero que se lanzó con mi piano y el último que lo hizo con la guitarra. Las conversaciones en la habitación, los añicos en el sofá, los corrillos improvisados en la única ventana que regalaba aire fresco, los ceniceros improvisados, escuchar tres idiomas en un mismo corrillo, Kiko Veneno, los dos ángeles que se quedaron limpiando y dando el último repaso a la actualidad chisposa de Internet, el regreso de mi pequeño poeta cuando la fiesta había terminado para comer un último bocado y, mientras se cuela en la cocina, le imagino en una administración de lotería apuntando sus golpes de creatividad en el reverso de una quiniela.

Con la tercera coca-cola en el cuerpo y unas enormes gafas de sol que oculten unos ojos cansados, el día después de una fiesta, salgo a la calle con la secreta esperanza de que nadie hable demasiado alto e interrumpa mis recuerdos...