miércoles, 16 de diciembre de 2009
Backstage
Empecé mi fin de semana asomándome al primer backstage. El viernes. Una panda de músicos de edad avanzada que aún disfrutan del fenómeno gruppie pese al paso de los años. Detrás del telón había un montón de frases sin sentido, un puñado de errores mal-llamados experiencias, una montaña de tropezones, de egos borrachos y de sueños tirados en un sofá con un vaso de ron entre las manos. Y dos chupas de cuero manchadas de desidia.
Sólo un día después, viajé al segundo backstage. Abrí esa brillante puerta azul y ahí estaba, esperando lejos de las guitarras, junto a la estufa y con la música a un volumen que bien recordaría a su última función. Detrás de aquel telón había más cordura que en el escenario. Ese backstage estaba cargado de preocupación sincera, de letras dedicadas a una interlocutora estupefacta, de una invitación cotidiana, de avispadas insinuaciones entre líneas.
Pasaron las horas y desperté camino del tercer backstage. Escondida tras mi enorme bufanda, mi gorro y unos guantes con los que enfrentar el frío que empujaba desde el norte, me encontré frente a ellos, los dos “hermanos”. Detrás de aquel backstage había exactamente lo mismo que vi semanas antes en su representación. “Las mismas caras, los mismos gestos...”, dijo alguien la noche anterior. Serenidad, ternura y locura a partes iguales. Lejos de su escenario, de su estudio, apagaban la música y encendían millones de luces. Mejores que las del escenario. Mucho mejores.
Prefiero el backstage a las luces de neón, los focos y los aplausos.
martes, 1 de diciembre de 2009
De vuelta
Sigo prefiriendo caminar. Pese al frío. Suele ser más que inspirador. Cuando no es posible, intento aparcar el coche y viajar en transporte público y observar.
Casi siempre encuentro a esa chica con el gorro de lana y el flequillo afiletado bien colocado por fuera del gorro, con un móvil en la mano apunto de caerse por los cabezazos de Morfeo. Demasiada fiesta. A su lado, una chica con una perfecta coleta, cuello alto y gafas de pasta sostiene un libro en sus manos. Parece haber disfrutado siempre de una vida más académica que sentimental. A su lado, a veces, queda un sitio vacío y me imagino sentándome, cerrando el libro y diciéndole: “no vas a encontrar demasiado en esos libros que estudias tan concienzudamente”. En frente de ellos, un chico con ojos caídos, pantalones desgastados y zapatillas de marca cierra los ojos concentrándose en el sonido del hip hop que parece sonar en sus auriculares.
Hoy, por fin, he regresado a la calle mágica. Y he vuelto a encontrarme con el trovador de la esquina. Hubo un día en el que hablamos. Ahora, sólo nos miramos y él agacha la cabeza cuando paso. Yo le sonrío. La última vez que le vi llevaba camiseta y chanclas. Hoy llevaba unos guantes (cortados, para poder tocar la guitarra) y una bufanda gris. Tengo suerte. Muy pocas personas tienen un trovador a la entrada de su calle mágica.
Dicen que el estrés es la peor enfermedad de este siglo. También dicen que “sarna con gusto no pica”. Nunca he entendido si los “dichos” son compatibles. ..Llevo semanas apresando musas, corriendo, creando, encerrándome en un frío taller de escultores con una estufa. Ellos creen que es la estufa la que calienta. Nosotras sabemos que son todas esas esculturas a medio hacer las que dan calor a esa inmensa buhardilla de Carabanchel. Y también nosotros. Unos traen la guitarra, otros los diseños, otros las letras, algunos la tecnología y la literatura y todos, absolutamente todos, un puñado de cometas.
Disculpen la tardanza. Es un placer volver por aquí. Me alegra observar que sus comentarios han conservado el calor que dejó Irlanda.
Disculpen la tardanza. Les vuelvo a animar a entrar por aquí y no olviden cerrar la puerta porque, si no, no podré abrirles una o mil ventanas más. Al fin y al cabo, dicen que de eso trata la vida.
domingo, 18 de octubre de 2009
Irlanda o hamburguesa con patatas
De vuelta a casa, di un último paseo por Irlanda. Fue un viaje repentino y fugaz. No sé cómo sucedió pero, en aquel momento, apareció el mar. Y, con él, las olas rompiendo contra las rocas, en la tarde más mágica de todos los noviembres. Y Eglinton Street, junto a Shop Street, y aquel pianista en medio de la calle con un sombrero de copa.
Y apareció la Navidad precipitada por calles repletitas de bares. Y se abrió paso la cerveza Guiness con un trébol dibujado en la espuma, y el imponente Kings Head, y aquel restaurante italiano fingidamente romántico. Y un bocata de embutido español.
Y de pronto, la otra noche, Irlanda se mudó a Madrid. Vino aquel grupo que tocaba en directo debajo de casa, de aquella casa. Y llegó con furia la lluvia en medio de una carretera esperando un autobús piadoso. Y una isla perdida, y frío solar. Y dos camas juntas y una guitarra que se perdió en el mar. También un abrigo blanco.
Allí, en medio de esa calle madrileña, de pronto apareció Temple Bar, y unos pantalones empapados y una noche en un coche alquilado. Aparecieron las carreteras ultra-estrechas y las rotondas al revés.
Me detuve un momento, miré alrededor y entendí por qué Irlanda se había instalado en Madrid. Porque, por fin, acababa de descubrir lo que siempre nos habíamos preguntando. Ahora sabía la respuesta: Irlanda olía a hamburguesa con patatas.
miércoles, 14 de octubre de 2009
20 minutos de magia
Aquella calle era mágica. O lo es. Quizá sea por el momento del día o la gente, o el inexorable destino al que te conduce. Pero aquella calle era mágica. Es mágica.
Durante los 20 minutos en que cada semana caminabas por ella, sucedían todo tipo de cosas. Como si un huracán agitase todo desde fuera y tú fueras la única que lo notaras. Casi todas las historias nacían en esos 20 minutos. A veces, tuviste que apresurarte a buscar un banco en el que sentarte a escribir. A veces, recurrías a copiar torpemente una frase en el teléfono para evitar que se esfumase todo al día siguiente. Otras veces, simplemente cerrabas los ojos para retenerlo todo en la memoria.
Era extraño porque, en aquella calle, te entristeciste un sólo día. Los demás, recordabas, soñabas, inventabas, y siempre, siempre, sonreías al cruzar el cartel de la calle “Elfo”.
Los orientales hablan de física, de energías, de zonas más o menos “zen”... ¡Vaya usted a saber qué tiene aquella calle!, decías tú. Pero a ti siempre te gustó pensar que, algún día, contarías a tus nietos que había una calle mágica en Madrid.
lunes, 5 de octubre de 2009
Hacer deporte es... insano (II)
Tu finalidad no es perder peso sino volver a subir las escaleras del metro sin que una ancianita te adelante. Y, para eso, eliges algo típico, algo que tengas cerca y para lo que siempre encuentres una amiga dispuesta a apuntarse contigo: aerobic.
“Murphy, acuérdate que empezamos el viernes, que ya es día 1”, dice tu amiga (la que tendrá que cargar con tu pereza todo el año). “¿El viernes? ¿Un viernes? ¿Pero es que la gente no sale?”. Acatas. “Esta vez seré constante. Además, el aerobic no es demasiado agotador, ni requiere esfuerzo ni concentración”, te repites a ti misma.
De nuevo, en la función
Cuando te encuentras con tu amiga, camino del gimnasio, os quedáis mirando fijamente vuestro reflejo en un escaparate. Tienes claro que, además de ser las alumnas menos glamourosas, seréis carne de última fila. Tú, con tus pantalones barriendo el suelo y la camiseta de Fito y Fitipaldis y ella, con una camiseta que reza “Made in Spain” y unos pantalones de chándal adolescente.
Mientras esperas fuera de clase, observas el desfile de tops y modelitos más propios de la sastrería de “Fama, a bailar” que de un gimnasio de barrio. ¡Una chica está haciendo aerobic con un palestino enroscado en el cuello! No te importa nada de eso. Estás orgullosas de ir un viernes a las 8.30 al gimnasio (bien pensado, así te activas para la noche de cumpleaños que tienes por delante).
Rápidamente, te colocas en la última fila. Miras a tu alrededor para ver que tu amiga y tú estáis en el lugar correcto. “Veamos... mmm... esa chica que está a mi lado lleva una camiseta de Brugal. Perfecto. Estamos en la fila correcta”.
Comienza la música y aparece una chica flaquita, bajita y con una sonrisa en la cara. Cuatro minutos después, esa inocente jovencita se convierte en la Teniente O’Neal. Pronto te pide que coordines brazos y piernas y tú, que siempre has creído que bailabas bien, descubres que la clave estaba en que no movías los brazos. Todas empiezan a parecer sexys bailando, pero tu reflejo en el espejo parece una caricatura de una tipa que está espantando moscas mientras se rompe la cadera.
“No pasa nada, porque en la última fila, nadie te ve”, te dices a ti misma. Nadie te ve... hasta que el baile cambia de dirección y todas se dan la vuelta. En ese momento, sientes todas las miradas sobre ti, asumes tu vergüenza y tu cara empieza a mutar hacia un rojo que poco tiene que ver con el sentimiento de asfixia que llevas un buen rato padeciendo. Miras el reloj de la esquina y sólo han pasado 15 minutos. ¡15 minutos! ¡Pero si llevas 14 harta del ‘chunda chunda’ que te hacen seguir!
Aguantas. Resistes. Y, por fin, te sientes victoriosa cuando llegan los estiramientos finales. Sonríes irónicamente a tu amiga (tan asfixiada como tú), insinuando que te tendrías que haber apuntado a yoga. O, mejor, a un taller de literatura (¡pasando páginas también se mueven los brazos!)
-“¡Sacad las colchonetas!”, dice O`Neal.
-“¡Por fin!”, piensas tú, asumiendo que después de los estiramientos llega un poco de relajación...
-“¡Empezamos con las series de abdominales!”, grita aquel ser despiadado.
¿¿Que qué?? En décimas de segundo, el rojo de la vergüenza en tu cara se ha convertido en el rojo de la furia. Miras a tu alrededor, buscando caras dispuestas a la revolución (a parte de la tuya y la de tu amiga), pero allí la gente parece estar poseída (¿por el “espíritu” olímpico?), porque sonríen y corren por las colchonetas.
Cuatro series de abdominales y te quedas inmóvil, contando por quinta vez los cuadraditos del techo. Una serie de abdominales más, y crees que serás capaz de ver dragones. A ver si hay suerte, y alguno te saca de allí... hasta la próxima clase.
¿El balance de mi nueva temporada de deporte insano?
- Asistencia a clase: 2 de 2
- Agujetas: 200%
- Improperios lanzados durante los saltitos aeróbicos: 13
- Probabilidad de abandono: 80 por ciento
lunes, 28 de septiembre de 2009
De grande a pequeño (y viceversa)
lunes, 21 de septiembre de 2009
Suma y sigue
Hace unos días, tras un improvisado debate sobre la felicidad, entramos a un bar en el que pedí a quienes me acompañaban, que aderezásemos la copa con un solitario donut de chocolate que relucía en una pequeña urna de cristal junto a la barra. Acostumbrados a mis a-menudo-descabelladas sugerencias, aceptaron compartir aquel enorme donut. El último trozo fue el de la discordia, así que –reproduciendo una famosa escena de Notting Hill- decidimos conceder el último pedazo a quien tuviera más motivos para ser infeliz.
Cada uno argumentó su posible infelicidad con todo el drama que pudo añadir. Él, sin embargo, tomó el pedazo de donut, se lo comió y después, simplemente sentenció: “Soy yo quien me lo tengo que quedar, porque soy varios años mayor que todos vosotros”. ¿Desde cuándo la edad era un motivo para el drama? Pensé, entonces, que aquella podría ser la cuarta especie: la que aún no ha entendido el porqué de cumplir años.
En cuanto a mí, cada cumpleaños es un “suma y sigue” (de experiencias, no de años). Por eso, esta vez, he no-celebrado mi cumpleaños durante tres días. Y lo he no-celebrado sin Asuntos pendientes, Lejos de los que ya no están ni han querido volver a aparecer y más cerca de los que aparecen Antes de que cuente diez. Y estuvieron todos, de un modo u otro: los de antes, los de ahora y los de mañana. Y se acercó la música para hacer un intento más. Estuvo Madrid, y también volvió Fito. Aposta por mí. Y no faltaron a la cita las payasadas y las absurdeces, que llegaron de la mano de las infantilidades (que a veces se olvidan de pedir permiso a los años para entrar en escena).
Hay quien dice que uno no debe repetir las vivencias que ya fueron buenas, ni siquiera para perfeccionarlas. Por eso, no importa si esos tres días no llegásteis a probar las croquetas de Moncho, o si el pequeño poeta se quedó sin disfrutar del final. No importa que no llegases a aprenderte aquel baile ridículo ni que lo bailases tú solita justo al lado de la Cibeles. Quizá sea cierto aquello de que las cosas buenas no hay que repetirlas... para dejar espacio a otras mejores.
martes, 15 de septiembre de 2009
(Sin)Sindrome postvacacional
Cuando era pequeña, el mes de septiembre era un mes espeluznante, sinónimo de vuelta al colegio, de desconcierto, de descontrol, de miedo al día cero. El reencuentro con amigos se hacía extraño, las calles de Madrid se volvían pesadas, la vuelta al cole provocaba nudos en el estómago y, hasta retomar las clases de piano se hacía difícil tras varios meses sin tocar un solo acorde. Años después y, como buena trabajadora, septiembre se convirtió en el mes de la vuelta al trabajo, de los madrugones, de la pereza de arrancar una etapa más y volver a hacer el cambio de ropa en el armario.
Con el paso del tiempo, el “día cero” es distinto ada año. Y cada vez más perfecto. Quizá porque mi septiembre siempre arranca con nuevos proyectos y con tantos planes como soy capaz de imaginar. Ahora, el mes de septiembre me encuentra con una nueva mochila cargadita de proyectos, personas y buenas ideas . Sin embargo, mi mochila no pesa.
Este mes de septiembre tengo, como todos, mi particular vuelta al cole. O al trabajo. O al arte. O a todo lo que quiera. Por eso, como hace muchos años, este mes de septiembre estoy escribiendo y borrando cosas con una novísima goma de Milán. A mí me gustaban las de color verde (las blancas se ensuciaban pronto). Y este mes de septiembre tengo un pupitre nuevo. Y gigante. Para mí solita. Para mis cosas.
Espero contarles, dentro de un tiempo, que mi mesa está llena de garabatos, que me ascendieron de curso, que gasté tantos lápices como gomas de borrar errores. Y que el cuaderno lo rellené y tuve que comprar otro nuevo. Y que tuve cuadernos de cuadros y de rayas, y blogs de dibujo y que, esta vez, no tuve que pedir a nadie que me ayudase a dibujar. Les prometo que, dentro de un año, les contaré cómo ha sido mi nuevo curso.
Feliz vuelta.
martes, 11 de agosto de 2009
Sol, ¿déjame en paz?
domingo, 2 de agosto de 2009
Copenhague o los camareros
Mi improvisado estudio comenzó con el camarero 1 (Happy-person). Aquel que me servía cafés hace tiempo y que, cada vez que entraba por la puerta, me sonreía con un “buenos días, voz”. Él era de la rama de los “camareros-happy”, esos que pelean cualquier cliente, ya que la velocidad y la destreza no les acompañan al servir desayunos. Para suplir sus carencias, empleaba una seguridad en sí mismo y una sonrisa poco natural y aún menos ingenua.
Quizá por mis preferencias por la destreza frente a la amabilidad, abandoné aquel dulce saludo por otro más efectivo: el del camarero 2 (Eficaz). El que me dijo un día al oído: “te he guardado el donut de chocolate para que no te lo quiten” (mientras sacaba un plato con un delicioso donut fondant que había escondido tras la barra). Nunca supo que mi capricho por aquel donut sólo respondía a un día “tonto” y que durante las dos semanas siguientes acepté el bollo sólo por “compromiso”. Esta especie de camareros suele tener gran aceptación entre los clientes. Y, en cuanto a mí, eficacia + detallismo le convirtieron en mi camarero favorito durante un tiempo prudencial (ya se sabe que en el mundo de la hostelería hay que renovarse o morir).
Pero mi relación con este noble gremio podía ser menos afable y más compleja. Fue entonces cuando llegó mi cruce de miradas con aquel camarero 3 (Gruñón), el del ceño siempre fruncido con quien no lograba entenderme pero que, de buenas a primeras, una noche cambió los gruñidos por dos besos sorpresa acompañados por un “mejor llámame por mi nombre”. Es una especie condenada a la extinción por sus desafíos constantes, su agresiva forma de entregar la cuenta y la poca sutileza con que deposita los vasos en la mesa.
Cuando mi poca fe en los camareros nocturnos amables había calado hondo, surgió la figura del camarero 4, el Tímido. Ese entrañable torpón a quien el destino llevó a encontrar este humilde blog. Sigue siendo adorable esta especie de camareros, aun con sus equivocaciones constantes y sus pocas palabras.
Por último, estaba él: el camarero 5, el Excéntrico, la especie más compleja de todas y, a veces, la más divertida. Esta especie se encanta a sí misma, se adora e incluso, a veces, se idolatra. Acostumbra a repartir besos y sonrisas como un pastor que cree tener un rebaño (que, en la mayoría de los casos, no es suyo). Mi vínculo con el camarero 5 ha sido una larga y confusa relación de tira y afloja. Más bien tira. Tal vez porque creo en los actores casi tan poco como en los músicos o quizá por su presencia en teleseries y anuncios de televisión, esos tira y afloja pronto se convirtieron en cortes, batallas dialécticas, sarcasmos y, finalmente, en un peculiar juego entre pintas y ron. El juego de ponerse a prueba. Yo probando su ingenio para torear borderías y él tratando de encontrar escapes a mi a veces limitada locuacidad. Pero, si no se tiene precaución, con esta especie, la del camarero 5, todo puede convertirse en una escena de una extraña película de Woody Allen...
- Chssss! Chssss!–escuché a mi espalda mientras me disponía a salir del bar.
Y allí estaba el camarero 5, apoyado en la barra y fumándose el cigarro que indica que el cierre del local es inminente. Me miró fijamente y, con su cara a menos de 5 centímetros de la mía y su sonrisa de actor emergente, preguntó:
- Copenhague, capital de...
A veces, ni si quiera mi afición a las indirectas, el sarcasmo y los juegos de palabras son suficientes ante determinadas situaciones. Así que, me encogí de hombros y mientras empujaba la puerta para salir del local, grité un extrañado... “¡Dinamarca!”. Y, con esas últimas palabras, se detuvo mi estudio de la especie número 5, cuyas reglas y modus operandi no he logrado entender aún.
martes, 21 de julio de 2009
Luna
Luna
JOSÉ SARAMAGO 21/07/2009 (www.elpais.com)
Hace cuarenta años todavía no tenía aparato de televisión en casa. Sólo lo compré, pequeñísimo, cinco años después, en 1974, para seguir las noticias de esa otra especie de llegada a la luna que fue para nosotros portugueses la Revolución de Abril. De modo que recurrí a amigos más avezados en tecnologías punta, y así, bebiendo tal vez una cerveza y masticando unos frutos secos, asistí al alunizaje y al desembarque. En aquella época andaba escribiendo unas crónicas en el recién recuperado periódico vespertino A Capital, más tarde reunidas en un libro bajo el título De este mundo y del otro. Dos de esos textos los dediqué a comentar la proeza de los norteamericanos en un tono ni ditirámbico ni escéptico, como no tardaría mucho en convertirse en moda. Releo ahora estos textos y llego a la desoladora conclusión de que al final ningún gran paso para la humanidad fue dado y que nuestro futuro no está en las estrellas, sino siempre y sólo en la Tierra en que asentamos los pies. Como ya decía en la primera de esas crónicas: "No perdamos nosotros la Tierra, que todavía será la única manera de no perder la Luna".En la segunda crónica, que di en llamar Un salto en el tiempo, imaginando la Tierra futura como la Luna es ahora, comencé escribiendo que "todo aquello me pareció un simple episodio de filme de ficción científica técnicamente primario. Los propios movimientos de los astronautas tenían flagrante similitud con los gestos de las marionetas, como si brazos y piernas estuviesen manejados por invisibles hilos, unos hilos larguísimos sujetos a los dedos de los técnicos de Houston y que, a través del espacio, producían allá arriba los gestos necesarios. Todo estaba cronometrado, hasta el peligro se incluía en el esquema. En la mayor aventura de la historia no hubo lugar para la aventura".
Y fue ahí cuando la imaginación se apoderó de mí. Decidió que el viaje a la Luna no había sido un salto en el espacio, sino un salto en el tiempo. Así, los astronautas, lanzados en su vuelo, habían caminado a lo largo de una línea temporal y se habían posado otra vez en la Tierra, no ésta que conocemos, blanca, verde, morena y azul, sino en la Tierra futura, una Tierra que ocupará todavía la misma órbita, circulando alrededor de un sol apagado, muerta ella también, desierta de hombres, de aves, de flores, sin una risa, sin una palabra de amor. Un planeta inútil, con una historia antigua y sin nadie para contarla. La Tierra morirá, será lo que la es hoy, decía para terminar. Al menos que no sea para lo que nos quede el mosaico de miserias, guerras, hambre y torturas que viene siendo hasta ahora. Para que no comencemos a decir, ya hoy, que el hombre, finalmente, no ha merecido la pena.
El lector estará de acuerdo en que, para bien y para mal, no parece que haya mudado mucho de ideas en cuarenta años. Sinceramente, no sé si me debería felicitar o corregir.- Planes de vuelta a la Luna.
Dicen que ella no ríe...
martes, 7 de julio de 2009
La chica de la fiesta
Moviendo la cuchara antes de dar el último sorbo al café, recuerdo el lugar donde estaban todas y cada una de las personas, rememoro algunas conversaciones y me giro para ver el exceso de botellas en la encimera de mi cocina (creo que podría hacer cinco fiestas más con las sobras).
“Esto parece una fiesta de escritores y músicos”, dijo alguien al entrar. Recuerdo las equivocaciones, el primero que se lanzó con mi piano y el último que lo hizo con la guitarra. Las conversaciones en la habitación, los añicos en el sofá, los corrillos improvisados en la única ventana que regalaba aire fresco, los ceniceros improvisados, escuchar tres idiomas en un mismo corrillo, Kiko Veneno, los dos ángeles que se quedaron limpiando y dando el último repaso a la actualidad chisposa de Internet, el regreso de mi pequeño poeta cuando la fiesta había terminado para comer un último bocado y, mientras se cuela en la cocina, le imagino en una administración de lotería apuntando sus golpes de creatividad en el reverso de una quiniela.
Con la tercera coca-cola en el cuerpo y unas enormes gafas de sol que oculten unos ojos cansados, el día después de una fiesta, salgo a la calle con la secreta esperanza de que nadie hable demasiado alto e interrumpa mis recuerdos...
lunes, 29 de junio de 2009
Brico-enfado
- No tenemos jambas de 5 cm en blanco sólo tenemos de 7 cm. Si quieres, te las doy sin tratar y las pintas tú... pero tampoco tenemos de 5 cm. Sólo de 4 y de 6. Así que... tú misma- me dijo sin mover un sólo dedo.
- Aquí no cortamos en inglete, y con estas molduras, quedará mal si lo cortas recto. Pero no entiendo las medidas que me das... ¿Por qué el armario no llega hasta abajo? No es normal que...
- No intentes entenderlo, ese armario es un despropósito - le corté con ganas de salir de allí para no seguir escuchando comentarios prepotentes.
- Para que lo corten a inglete, puedes ir a una tiendecita cerca de aquí. Hay un carpintero que lo hace.
- ¡ Hola! ¿Aquí cortáis madera?Mientras aquel hombre sacaba un metro, que recordé haber visto hace más de 20 años entre las herramientas de mi abuelo, aproveché para recorrer con la mirada todo el taller. Junto a un teléfono antiguo colgado en la pared, había un certificado amarillento enmarcado y lleno de polvo. “El Alcalde Presidente de Madrid, a 10 de marzo de 1951, concede a XXXXX este local para dedicarlo a la carpintería”. ¡1951! Volví a mirarle, con la sierra y una especie de cartabón metálico. Pensé que aquel hombre no tendría nada que requiriese electricidad. Me entraron ganas de preguntar y seguir rastreando, pero cuando estiré la mano para coger una de aquellas reliquias escondidas bajo el polvo, él se puso delante.
- Me iba a ir ya... pero bueno –dijo sin sonreír (¡claro, olvidé que era lunes y no podía sonreír!)
- Son dos euros.
- Quiero pintura blanca para estas maderitas -dije mientras hacía mi último intento en busca de un gesto de amabilidad.
- ¿Un kilo? - preguntó sin levantar la vista del suelo.- ¡Si, 8, no te jode! Pero si son laminitas de 5 centímetros!!!!!”-pensé... Me mordí la lengua ya sin ganas de ronreír y pedí el bote más pequeño mientras él hacía equilibrios con el palillo que le colgaba de la boca.- ¿Plástica? ¿Al agua? ¿Satinada? ¿Mate?...(no recuerdo las otras 17 preguntas)- Quiero una pintura blanca para estas jambas. Un bote pequeño, blanco, que pinte madera y no llame la atención, puñetas! (lo de "puñetas" es una licencia literaria... a mí no me sientan tan mal los lunes).
martes, 23 de junio de 2009
La noche de San Juan
Llegué a casa, abrí mi nevera cada vez más vacía y cogí el último yogurt. Sentada en la mesa del mantel de rayajos y dibujos indescifrables, empecé a pensar (una mala costumbre). Instintivamente, tomé un pedazo de papel de los que tenemos la manía de repartir por toda la casa. Saqué un bolígrafo y me dispuse a escribir, asegurándome antes de llevar un mechero en el bolso. Escribí y taché. Y volví a escribir. Y a tachar. “¿Cómo sabe uno qué debe eliminar y quemar?”, me repetía entre mis tachones. Quizá lo que hoy es “malo” puede no haber tenido tiempo de convertirse en bueno. Eso sería como si un sapo maloliente pero destinado a ser príncipe fuera espachurrado por una cortesana caprichosa antes de ser besado por una princesa. ¡¡Un momento!! ¿Estaba siendo optimista? Inmediatamente me levanté y abrí la ventana para que un poco de aire en la cara volviera a despertarme de un positivismo que parece que en este último año ha querido venir a vivir conmigo más de una vez.
Me volví a sentar y convertí mi lista de tachones en una bola de papel que terminó en la basura. Quizá es mejor que las cosas malas sigan esfumándose por sí solas, sin ninguna ayuda incendiaria de la leyenda de la noche de San Juan.
domingo, 21 de junio de 2009
Annie Leibovitz: más allá de la imagen
viernes, 12 de junio de 2009
No es "borde" todo lo que tiene aristas
domingo, 31 de mayo de 2009
Debería caminar más
martes, 26 de mayo de 2009
Un poco de Millás
miércoles, 20 de mayo de 2009
Pinos, silencio e historias
lunes, 18 de mayo de 2009
Silencio en el autobús
- Perdió Nadal. Le quitarán puntos, ¿no? Porque lo de los puntos es algo así. Que si pierdes, te quitan –comentó a su compañero con seguridad.- No, no. Quitarte no te quitan –respondió aquel compañero con poco oído pero algo más de inteligencia.- Que sí, que te quitan. Que esto es así -insistió ella.- Que no, no. Yo creo que no.- Estoy casi segura de que te los quitan, aunque tenía mucha ventaja.
- No, no te los quitan. Te van dando puntos según vas superando el resultado del año anterior, vale?
- ¿Qué te parece si bajas el volumen y me dejas dormir? No me interesa tu fin de semana, ni lo que opinas de la economía, ni las historias que te estás inventando, ni la serie que viste anoche, ni lo que te compraste ayer en el rastro. ¡Sólo necesito que te calles! ¡Es lunes y son las 8,20 de la mañana! ¿Es mucho pedir un poco de paz? ¿Es mucho pedir que me dejes vivir?
lunes, 11 de mayo de 2009
Fotografías
REPARTIENDO... PRENSA
lunes, 4 de mayo de 2009
¿Borges? y yo
INSTANTES
“Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
de hecho, tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos,
haría más viajes,
contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.
Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida;
claro que tuve momentos de alegría.
Pero, si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.
Por si no lo saben, de eso está hecha la vida
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.
Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y paracaídas.
Si pudiera volver a vivir
viajaría más liviano.
Si pudiera volver a vivir
comenzaría a andar descalzo a principios de la primavera
y seguiría así hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres
y jugaría más con los niños,
si tuviera otra vez la vida por delante.
Pero ya ven, tengo 85 años
y sé que me estoy muriendo”.
lunes, 27 de abril de 2009
Por un microondas roto
lunes, 20 de abril de 2009
Palabras (I): Boca
Aunque uno sepa que en boca cerrada no entran moscas, a la mayoría acaba perdiéndoles la boca. “Es un boca-chancla” –tienden a decir muchos. Y es que, igual que a nadie amarga un dulce, a nadie amarga el estar en boca de todos. Conseguirlo siempre ha sido fácil. Basta con que uno cuente y cuente o que se le llene la boca con historias llenas de morbo (aunque sea de boquilla), para que el boca a boca se ponga en marcha y, con él, una maquinaria que a veces implica meterse en la boca del lobo.