... Y venía yo dispuesta a hablarles de mi peculiar e intenso fin de semana... Y venía yo dispuesta a contarles mi reconducción profesional, a contarles mi romántico fin de semana, a narrarles mis nuevas expectativas e incluso a mencionarles cuán variopinta y especial es la gente con la que me he cruzado en la última semana. Incluso pretendía divagar sobre lo especiales y bonitas que están las calles de Madrid en una casi-polar madrugada de invierno. Pero un lunes así merece un espacio por sí mismo.
Dicen que los lunes son feos, tristes, angustiosos. Yo siempre he cargado mucho más contra los martes. Manías que tiene una. Además, este lunes, mi lunes, había empezado bien. Había sueño, sí, pero mi angelito guardián número 1 me había dejado café hecho. ¡Subidón mañanero! Más tiempo para la difícil tarea de acicalarme. Aun así, ahora que -como sabrán ustedes- mi trayecto al trabajo es distinto, he corrido hacia el autobús. ¡Perfecto! El autobús anterior ha salido antes de su hora y parece estar esperando por mí. Subo. La puerta se cierra y me siento junto a quien parecía persona y luego se convirtió en un personaje que hacía ruiditos mientras clavaba sus ojos en un libro pegado a la punta de su nariz. No pasa nada, porque a los 10 minutos de este día que amenazaba nieve, el personajillo se bajó.
Fantástico. Hoy sale todo redondo, así que despliego mis enseres y vuelvo a convertir mi doble-espacio del autobús en mi oficina móvil. Repaso las notas de mi nueva profesión, analizo los puntos básicos de la reflexión del día. Pero... ¿desde cuándo el autobús tiene esta ruta? ¿Y este Mercadona de dónde ha salido? Tras dos minutos de estupefacción me levanto, corro hacia el conductor y con voz aguda de jovencita desvalida pregunto: “Esto... este autobús no va a mi destino, verdad?”. La cara de pena del autobusero era digna de un retrato del Greco. “No, hombre, no”. Tuerzo la boca apunto de soltar una carcajada (sí, últimamente, estas situaciones me hacen gracia). Pregunto: “Pero, ¿dónde estoy?”. Tras la respuesta, no pude disimular una risa tímida. “No te preocupes –me tranquilizó el conductor- sólo tienes que bajarte en la siguiente parada, andar 15 minutos por la calle de la derecha, rodear una plaza enorme que está en obras, seguir hacia la derecha y ahí, en la estación, cogerás un autobús hacia una localidad X. Allí tendrás que tomar un nuevo autobús para llegar a tu destino”. ¿Cómo no me di cuenta antes? Debí percatarme cuando escuchaba a las dos cotorras que hablaban de adornos de navidad detrás de mí. O cuando atronaba en mi cabeza la voz de contrabajo de un joven que hablaba por teléfono en la fila de al lado. Debí darme cuenta de que esas personas no eran propias de mi destino. Ya daba igual. Empezó a llover, cogí mis bártulos y me bajé, mientras un "¡Lo siento!" cargado de ternura salía de la boca del autobusero. “No pasa nada!”, contesté riendo.
El resto, fue un agradable y frío paseo. Agradable, porque en esta localidad tienen un humor estupendo los lunes por la mañana. No en vano, me han llamado dos veces “guapa” (y eso que una no es muy dada al contoneo) y un anciano entrañable me ha “invitado” a subirme con él a un autobús mientras yo buscaba indicaciones sobre la parada. En medio del absurdo y de mi largo camino, me he detenido ante un kiosko de la O.N.C.E... “¿Y si en un día como este, además, me toca la lotería?”. He comprado un “Rasca”. “Compra el de Navidad –me ha dicho el vendedor-, que tienes tres posibilidades”. Lo he hecho y he rascado con rapidez ante su atenta mirada. “Nada, nada... y nada”. “No te preocupes –ha dicho- seguro que no necesitas dinero para ser feliz”. Tenía razón.
Al final, no he llegado al autobús porque, antes de llegar a la parada, un segundo angelillo salvador ha tenido a bien llevarme a mi destino, donde estaba mi cara-mañanera favorita esperándome con un café calentito...
No carguen contra los lunes. Pueden ser días buenos. Sólo hay que tener el chip adecuado.