Debe ser por esa manía mía de ir a contratiempo, por la que el Cuento de Navidad me ha llegado con los últimos fríos del mes de febrero.
El lunes se apareció frente a mí el Fantasma del Pasado. Lo hizo durante tres horas, disfrazado de reflexiones en un lunes nocturno. Él, el fantasma, era distinto a lo que yo imaginaba cuando leía el cuento de navidad. Era alto, tranquilo, reflexivo y llevaba en el bolsillo un pequeño mp3 con poca capacidad. Ahora era poeta, quizá se había hecho así de tanto mirar el pasado y de sus ganas por colorearlo con versos. Mi fantasma del pasado me dijo cosas que yo ya sabía. Sólo vino para pasar de puntillas por el pasado, empaquetarlo y llevárselo. Después, me dejó en casa y, con cuatro acordes cantarines que ahora no recuerdo, me arropó para que durmiera tranquila y se fue.
Lo que no imaginaba era que, sólo un día después, el martes por la noche, cuando me acomodaba para ponerme en manos de Morfeo, aparecería el Fantasma del Presente. Su visita fue muy breve, casi al ritmo de mi presente (¡al compás de tres por ocho!). Siempre fue un músico atado a ritmos peculiares y, aunque era el Fantasma del Presente, supe que venía del pasado. Sonaron tres notas y ahí estaba. De pie, con esa cara de pequeño duende y lleno de una energía que sabía dosificar como nadie. Tuve que incorporarme y frotarme los ojos para asegurarme de que era él. No hablaba, sólo escribía. Colocó una especie de espejo gigante frente a mí. Un espejo que no había visto antes. Me daba miedo mirarlo, pero si estaba ahí, era absurdo ignorarlo. Era una radiografía brutal. Lo dejó frente a mí y, con cuatro frases bajo la palabra “talento”, se fue. Aquella noche dormí con el espejo frente a mí y tan plácidamente como no lo hacía hace meses. Por la mañana, el espejo había desaparecido. Y yo sabía aliviada que no era el viejo Scrooge. Por suerte, nunca lo fui.
Ahora estoy sola. Cruzo los dedos para que no aparezca el Fantasma del Futuro. Se ha ido la luz y apenas me alumbra la luz de unas velas que he ido rescatando en distintos rincones de la casa. Estoy dispuesta a darle con la puerta en las narices. Dickens siempre me ha gustado, pero a menudo he renegado de sus finales. Previsibles. Discúlpeme, señor Charles, pero no abriré la puerta a su Fantasma del Futuro. No sé cómo hacerle entender que me he convertido en una especie de cocinera inexperta a la que le gusta levantar las tapas de todas las cacerolas para ver qué hay dentro. No quiero que alguien se asome por mí y me robe la posibilidad de oler lo que hay dentro e ir probando.
Suena la puerta.