Pasamos meses suspirando por los rayos de sol. Cruzando a la acera que esté inundada por el sol para que nos caliente o nos inyecte energía. En cuando asoma la primavera, buscamos terrazas con las sillas al sol y huimos de las mesas oscurecidas por una de esas espantosas sombrillas publicitarias. Paseamos al perro por el sol, leemos en un soleado banco del parque y descorremos las cortinas del salón para que la luz se reparta por todos los rincones de la casa.
Pero llega junio, julio y agosto y el calor del sol lejos de la playa estorba, molesta. Y vuelven a llenarse las aceras con sombra de peatones acelerados. Y el sol pica. Y volvemos a buscar la sombrilla de Coca-cola o la de Cruzcampo. Y bajamos las persianas, nos ponemos gorra y gafas de sol para refugiarnos después en cualquier techado diminuto.
Es como si el sol comenzase acariciando para acabar golpeando. “Sol, déjame en paz”, que decía el “bueno” de Robe Iniesta cuando se cansaba de ser hombre. Y debe ser eso lo que piensan algunos cuando el sol se mete sin piedad por los poros de nuestra piel. A unos para tostarles, a otros para achicharrarles y enrojecerlos o a otros, como a mí, para darnos la energía que los nubarrones a veces se llevan.