miércoles, 21 de abril de 2010

Nombres

Hay nombres que a uno se le atragantan. Que se le quedan enquistados en la garganta y que, cada vez que los ve escritos o los escucha, uno deja de tragar con naturalidad. Y el ejercicio de la respiración se hace incómodo e incluso dificultoso. Los oídos chirrían y el estómago se descoloca de su posición inicial.

También hay nombres cuyo sonido provoca ganas de cantar. Que dibu
jan una sonrisa infantil e ingenua que uno raramente puede disimular, incluso un cosquilleo en el estómago ("maripositas", que dirían los más edulcorados en esto del sentimiento). Nombres que, cuando uno los escucha en público, generan miradas cómplices, pataditas debajo de la mesa o guiños secretos.

Parecemos abocados a encontrarnos, a leer, a escuchar una y otra vez los nombres que rasgan las gargantas y atronan en nuestros oídos. Sería una de esas “leyes no escritas” que dicen que cuando uno esquiva, siempre encuentra... Y es que, como dijo alguien sabio, es absurdo meter la cabeza debajo de la tierra como un avestruz “mientras hace de su culo bandera”.

Sin embargo, buscamos los nombres cantarines por todas partes. Y, a veces, lo que realmente “canta” son nuestras ganas de que alguien los nombre. De que alguien haga sonar esa melodía, de que alguien deslice por su boca ese nombre que hace que nuestro subconsciente se ponga firme, que nos convierta en un perrillo que levanta las orejas cuando escucha la voz del amo.

Y entre nombres ruidosos de personas disonantes y nombres melódicos de personas dignas del más maravilloso nocturno de Chopin (KK IVa Nr. 16) transcurren los días. Al fin y al cabo, en la música, siempre hay disonancias, cuartas tritono (“diabólicas”, las llamaban los antiguos) y largos silencios que hacen que la obra quede completa. Da capo.

miércoles, 14 de abril de 2010

Personajes

Recuerdo una de las primeras entradas de este blog. Apenas recuerdo cuándo fue... ¡Ah, sí! Hace casi un millón de experiencias. Decía en aquel entonces (y Rulo me lo recordaba hace poco) que había un debate que se repetía en las tertulias repara-mundos de cualquier bar: la vida es lo que uno escribe o algo que uno lee. Recuerdo haberles dicho que lo mejor de ese libro (que unos decidimos escribir y otros solo leer) son los personajes que entran y salen. Aquellos que aparecen en un capítulo y desaparecen, los que se quedaron en el manuscrito y se borraron de la versión definitiva o aquellos que, sin que uno se de cuenta, se apoderan de la historia.

Los puristas de la escritura diferencian entre los personajes planos (los que sólo poseen un rasgo sobresaliente fácilmente etiquetable: el amiguete, el listo, el aburrido, el músico, el protector) y los personajes redondos (compuestos por una suma de inquietudes, proyectos, recuerdos... y una complejidad que dificulta su “etiquetado”). Yo prefiero decir que los planos pasan junto a ti sin despertar una mínima emoción y los redondos son los que poseen esa maravillosa excentricidad, aquellos que “arden” (como decía Kerouac) y que logran que a uno le llegue el calor simplemente con saber que están en la página siguiente (o en la anterior) del libro.

Permítanme un momento para el regocijo. Para entonar un “viva” interior mientras releo las páginas de los últimos capítulos y observo que mi libro se ha llenado de personajes redondos. Permítanme un rato para vanagloriarme por haber aprendido a dejar sólo unas líneas para los personajes planos y regalar capítulos enteros a los que saben escribir un libro apretando fuerte el bolígrafo contra el papel, arriesgándose a escribir incoherencias y errores (si hay que tachar algo, se tacha; al fin y al cabo, quedan muchas páginas en blanco...).

Sonrío con personajes que entraron como bufones y cuyos shows les dieron un papel protagonista. También con aquellos que aparecían sólo para aportar locas extravagancias a los párrafos (pocos) que tendían a la monotonía.

He hecho balance de los personajes que, dispuestos a tirar de mis pies hacia la tierra, han combatido en los capítulos más épicos contra los que se empeñaban en hacerme volar al reino de las Niñas Perdidas (nunca supe quién ganó). Es hilarante protagonizar escenas cruzadas entre personajes que quieren tener el mismo papel; es fascinante dejar que algunos te lleven a “reinos inestables” y lo es aún más permitir que te enseñen parajes salvajes aún por explorar. Ha sido divertido compartir varios capítulos con quien, hace muy poco tiempo, llegó, vio, venció... y volvió a su planeta (“me equivocaría otra vez”, decía Fito). Y sigue siendo fascinante que siempre haya alguien dispuesto a compartir un zumo de naranja.

Una nunca sabe cuándo va a entrar un nuevo personaje, cuándo revivirán los muertos (ya se sabe que la literatura permite que los muertos resuciten) o cuando desaparecerá el personaje que hoy es protagonista. Lo único cierto es que hay un personaje que en todo este tiempo no se ha perdido una sola escena: yo.