domingo, 18 de octubre de 2009

Irlanda o hamburguesa con patatas

Habían pasado varios lustros, décadas o tal vez siglos, desde la última vez que paseé por Irlanda. Decenas de años encapsulados en el olvido desde el último viaje. Sin embargo, hace apenas tres noches volví.

De vuelta a casa, di un último paseo por Irlanda. Fue un viaje repentino y fugaz. No sé cómo sucedió pero, en aquel momento, apareció el mar. Y, con él, las olas rompiendo contra las rocas, en la tarde más mágica de todos los noviembres. Y Eglinton Street, junto a Shop Street, y aquel pianista en medio de la calle con un sombrero de copa.

Y apareció la Navidad precipitada por calles repletitas de bares. Y se abrió paso la cerveza Guiness con un trébol dibujado en la espuma, y el imponente Kings Head, y aquel restaurante italiano fingidamente romántico. Y un bocata de embutido español.

Y de pronto, la otra noche, Irlanda se mudó a Madrid. Vino aquel grupo que tocaba en directo debajo de casa, de aquella casa. Y llegó con furia la lluvia en medio de una carretera esperando un
autobús piadoso. Y una isla perdida, y frío solar. Y dos camas juntas y una guitarra que se perdió en el mar. También un abrigo blanco.

Allí, en medio de esa calle madrileña, de pronto apareció Temple Bar, y unos pantalones empapados y una noche en un coche alquilado. Aparecieron las carreteras ultra-estrechas y las rotondas al revés.

Me detuve un momento, miré alrededor y entendí por qué Irlanda se había instalado en Madrid. Porque, por fin, acababa de descubrir lo que siempre nos habíamos preguntando. Ahora sabía la respuesta: Irlanda olía a hamburguesa con patatas.

miércoles, 14 de octubre de 2009

20 minutos de magia

Aquella calle era mágica. O lo es. Quizá sea por el momento del día o la gente, o el inexorable destino al que te conduce. Pero aquella calle era mágica. Es mágica.

Durante los 20 minutos en que cada semana caminabas por ella, sucedían todo tipo de cosas. Como si un huracán agitase todo desde fuera y tú fueras la única que lo notaras. Casi todas las historias nacían en esos 20 minutos. A veces, tuviste que apresurarte a buscar un banco en el que sentarte a escribir. A veces, recurrías a copiar torpemente una frase en el teléfono para evitar que se esfumase todo al día siguiente. Otras veces, simplemente cerrabas los ojos para retenerlo todo en la memoria.

Era extraño porque, en aquella calle, te entristeciste un sólo día. Los demás, recordabas, soñabas, inventabas, y siempre, siempre, sonreías al cruzar el cartel de la calle “Elfo”.

Los orientales hablan de física, de energías, de zonas más o menos “zen”... ¡Vaya usted a saber qué tiene aquella calle!, decías tú. Pero a ti siempre te gustó pensar que, algún día, contarías a tus nietos que había una calle mágica en Madrid.

lunes, 5 de octubre de 2009

Hacer deporte es... insano (II)

Un año después, el deporte sigue siendo insano. ¿El balance de mi temporada en la liga de baloncesto? 9 entrenamientos, 2 partidos jugados, 2 croquetas hechas rodando por el suelo de los pabellones (una por partido), 3 cenas de equipo y 12 cañas de equipo. Hay quien piensa que pueden ser números normales para una treintañera re-incorporada al deporte de equipo. Pero ustedes saben tan bien como yo que quizá haya que entonar eso del “renovarse o morir”. Y para renovarse en el deporte, lo mejor es elegir otro...

Tu finalidad no es perder peso sino volver a subir las escaleras del metro sin que una ancianita te adelante. Y, para eso, eliges algo típico, algo que tengas cerca y para lo que siempre encuentres una amiga dispuesta a apuntarse contigo: aerobic.

“Murphy, acuérdate que empezamos el viernes, que ya es día 1”, dice tu amiga (la que tendrá que cargar con tu pereza todo el año). “¿El viernes? ¿Un viernes? ¿Pero es que la gente no sale?”. Acatas. “Esta vez seré constante. Además, el aerobic no es demasiado agotador, ni requiere esfuerzo ni concentración”, te repites a ti misma.

De nuevo, en la función

Cuando te encuentras con tu amiga, camino del gimnasio, os quedáis mirando fijamente vuestro reflejo en un escaparate. Tienes claro que, además de ser las alumnas menos glamourosas, seréis carne de última fila. Tú, con tus pantalones barriendo el suelo y la camiseta de Fito y Fitipaldis y ella, con una camiseta que reza “Made in Spain” y unos pantalones de chándal adolescente.

Mientras esperas fuera de clase, observas el desfile de tops y modelitos más propios de la sastrería de “Fama, a bailar” que de un gimnasio de barrio. ¡Una chica está haciendo aerobic con un palestino enroscado en el cuello! No te importa nada de eso. Estás orgullosas de ir un viernes a las 8.30 al gimnasio (bien pensado, así te activas para la noche de cumpleaños que tienes por delante).

Rápidamente, te colocas en la última fila. Miras a tu alrededor para ver que tu amiga y tú estáis en el lugar correcto. “Veamos... mmm... esa chica que está a mi lado lleva una camiseta de Brugal. Perfecto. Estamos en la fila correcta”.

Comienza la música y aparece una chica flaquita, bajita y con una sonrisa en la cara. Cuatro minutos después, esa inocente jovencita se convierte en la Teniente O’Neal. Pronto te pide que coordines brazos y piernas y tú, que siempre has creído que bailabas bien, descubres que la clave estaba en que no movías los brazos. Todas empiezan a parecer sexys bailando, pero tu reflejo en el espejo parece una caricatura de una tipa que está espantando moscas mientras se rompe la cadera.

“No pasa nada, porque en la última fila, nadie te ve”, te dices a ti misma. Nadie te ve... hasta que el baile cambia de dirección y todas se dan la vuelta. En ese momento, sientes todas las miradas sobre ti, asumes tu vergüenza y tu cara empieza a mutar hacia un rojo que poco tiene que ver con el sentimiento de asfixia que llevas un buen rato padeciendo. Miras el reloj de la esquina y sólo han pasado 15 minutos. ¡15 minutos! ¡Pero si llevas 14 harta del ‘chunda chunda’ que te hacen seguir!

Aguantas. Resistes. Y, por fin, te sientes victoriosa cuando llegan los estiramientos finales. Sonríes irónicamente a tu amiga (tan asfixiada como tú), insinuando que te tendrías que haber apuntado a yoga. O, mejor, a un taller de literatura (¡pasando páginas también se mueven los brazos!)

-“¡Sacad las colchonetas!”, dice O`Neal.

-“¡Por fin!”, piensas tú, asumiendo que después de los estiramientos llega un poco de relajación...

-“¡Empezamos con las series de abdominales!”, grita aquel ser despiadado.

¿¿Que qué?? En décimas de segundo, el rojo de la vergüenza en tu cara se ha convertido en el rojo de la furia. Miras a tu alrededor, buscando caras dispuestas a la revolución (a parte de la tuya y la de tu amiga), pero allí la gente parece estar poseída (¿por el “espíritu” olímpico?), porque sonríen y corren por las colchonetas.

Cuatro series de abdominales y te quedas inmóvil, contando por quinta vez los cuadraditos del techo. Una serie de abdominales más, y crees que serás capaz de ver dragones. A ver si hay suerte, y alguno te saca de allí... hasta la próxima clase.

¿El balance de mi nueva temporada de deporte insano?

- Asistencia a clase: 2 de 2

- Agujetas: 200%

- Improperios lanzados durante los saltitos aeróbicos: 13

- Probabilidad de abandono: 80 por ciento