martes, 11 de agosto de 2009

Sol, ¿déjame en paz?

Pasamos meses suspirando por los rayos de sol. Cruzando a la acera que esté inundada por el sol para que nos caliente o nos inyecte energía. En cuando asoma la primavera, buscamos terrazas con las sillas al sol y huimos de las mesas oscurecidas por una de esas espantosas sombrillas publicitarias. Paseamos al perro por el sol, leemos en un soleado banco del parque y descorremos las cortinas del salón para que la luz se reparta por todos los rincones de la casa.
Pero llega junio, julio y agosto y el calor del sol lejos de la playa estorba, molesta. Y vuelven a llenarse las aceras con sombra de peatones acelerados. Y el sol pica. Y volvemos a buscar la sombrilla de Coca-cola o la de Cruzcampo. Y bajamos las persianas, nos ponemos gorra y gafas de sol para refugiarnos después en cualquier techado diminuto.
Es como si el sol comenzase acariciando para acabar golpeando. “Sol, déjame en paz”, que decía el “bueno” de Robe Iniesta cuando se cansaba de ser hombre. Y debe ser eso lo que piensan algunos cuando el sol se mete sin piedad por los poros de nuestra piel. A unos para tostarles, a otros para achicharrarles y enrojecerlos o a otros, como a mí, para darnos la energía que los nubarrones a veces se llevan.

domingo, 2 de agosto de 2009

Copenhague o los camareros

Últimamente me siento como una antropóloga accidental estudiando una especie. Un gremio. Un oficio. El de los camareros. No porque sean peculiares sino por su peculiar interacción conmigo. O la mía con ellos. No me entiendan mal, quizá esa peculiar relación que nos profesamos no sea culpa suya. “Quizá no es por ti, es por mí”, que dirían los fanáticos de las frases cómodas.

Mi improvisado estudio comenzó con el camarero 1 (Happy-person). Aquel que me servía cafés hace tiempo y que, cada vez que entraba por la puerta, me sonreía con un “buenos días, voz”. Él era de la rama de los “camareros-happy”, esos que pelean cualquier cliente, ya que la velocidad y la destreza no les acompañan al servir desayunos. Para suplir sus carencias, empleaba una seguridad en sí mismo y una sonrisa poco natural y aún menos ingenua.

Quizá por mis preferencias por la destreza frente a la amabilidad, abandoné aquel dulce saludo por otro más efectivo: el del camarero 2 (Eficaz). El que me dijo un día al oído: “te he guardado el donut de chocolate para que no te lo quiten” (mientras sacaba un plato con un delicioso donut fondant que había escondido tras la barra). Nunca supo que mi capricho por aquel donut sólo respondía a un día “tonto” y que durante las dos semanas siguientes acepté el bollo sólo por “compromiso”. Esta especie de camareros suele tener gran aceptación entre los clientes. Y, en cuanto a mí, eficacia + detallismo le convirtieron en mi camarero favorito durante un tiempo prudencial (ya se sabe que en el mundo de la hostelería hay que renovarse o morir).


Pero mi relación con este noble gremio podía ser menos afable y más compleja. Fue entonces cuando llegó mi cruce de miradas con aquel camarero 3 (Gruñón), el del ceño siempre fruncido con quien no lograba entenderme pero que, de buenas a primeras, una noche cambió los gruñidos por dos besos sorpresa acompañados por un “mejor llámame por mi nombre”. Es una especie condenada a la extinción por sus desafíos constantes, su agresiva forma de entregar la cuenta y la poca sutileza con que deposita los vasos en la mesa.

Cuando mi poca fe en los camareros nocturnos amables había calado hondo, surgió la figura del camarero 4, el Tímido. Ese entrañable torpón a quien el destino llevó a encontrar este humilde blog. Sigue siendo adorable esta especie de camareros, aun con sus equivocaciones constantes y sus pocas palabras.

Por último, estaba él: el camarero 5, el Excéntrico, la especie más compleja de todas y, a veces, la más divertida. Esta especie se encanta a sí misma, se adora e incluso, a veces, se idolatra. Acostumbra a repartir besos y sonrisas como un pastor que cree tener un rebaño (que, en la mayoría de los casos, no es suyo). Mi vínculo con el camarero 5 ha sido una larga y confusa relación de tira y afloja. Más bien tira. Tal vez porque creo en los actores casi tan poco como en los músicos o quizá por su presencia en teleseries y anuncios de televisión, esos tira y afloja pronto se convirtieron en cortes, batallas dialécticas, sarcasmos y, finalmente, en un peculiar juego entre pintas y ron. El juego de ponerse a prueba. Yo probando su ingenio para torear borderías y él tratando de encontrar escapes a mi a veces limitada locuacidad. Pero, si no se tiene precaución, con esta especie, la del camarero 5, todo puede convertirse en una escena de una extraña película de Woody Allen...

- Chssss! Chssss!–escuché a mi espalda mientras me disponía a salir del bar.

Y allí estaba el camarero 5, apoyado en la barra y fumándose el cigarro que indica que el cierre del local es inminente. Me miró fijamente y, con su cara a menos de 5 centímetros de la mía y su sonrisa de actor emergente, preguntó:

- Copenhague, capital de...

A veces, ni si quiera mi afición a las indirectas, el sarcasmo y los juegos de palabras son suficientes ante determinadas situaciones. Así que, me encogí de hombros y mientras empujaba la puerta para salir del local, grité un extrañado... “¡Dinamarca!”. Y, con esas últimas palabras, se detuvo mi estudio de la especie número 5, cuyas reglas y modus operandi no he logrado entender aún.