lunes, 29 de junio de 2009

Brico-enfado

Me crecí. Había pintado las cuatro paredes de la habitación. Tres de blanco y una de granate. Pinté también el techo. Compré una cómoda, la lijé, la barnicé y la pinté. Cambié también el color de una mesa. ¡Hasta cosí el bajo de unas cortinas! ¡Y las pinté! Me crecí. Craso error.
Dicen que aquel armario empotrado era muy antiguo. Por eso, sus medidas y su posición eran tan extrañas. “No te preocupes, acércate por una tienda en esa zona que tienen jambas y te quedará bien”. Medí el armario, anoté las medidas y con unos pantalones medio rotos y mi camiseta de tirantitos brico-manía me dirigí a aquella tienda con olor a serrín para comprar jambas de cinco centímetros (sí, ahora sé lo que es una jamba!).
He descubierto que los lunes, en algunos barrios, los vendedores tienen prohibido sonreír. Aquel chico de la tienda, con vaqueros, gafas de sol medio caídas y una coleta a medio deshacer no conocía lo que era la sonrisa. Por suerte, yo sí, y con la mejor de mis muecas (la que finge ingenuidad) y mi ego bricomanía por las nubes, le enseñé mis necesidades carpinterescas.

- No tenemos jambas de 5 cm en blanco sólo tenemos de 7 cm. Si quieres, te las doy sin tratar y las pintas tú... pero tampoco tenemos de 5 cm. Sólo de 4 y de 6. Así que... tú misma- me dijo sin mover un sólo dedo.

Resignada a los 4 centímetros y a que no me ayudase con mis brico-dudas, le pedí que me las cortase.
- Aquí no cortamos en inglete, y con estas molduras, quedará mal si lo cortas recto. Pero no entiendo las medidas que me das... ¿Por qué el armario no llega hasta abajo? No es normal que...
- No intentes entenderlo, ese armario es un despropósito - le corté con ganas de salir de allí para no seguir escuchando comentarios prepotentes.
- Para que lo corten a inglete, puedes ir a una tiendecita cerca de aquí. Hay un carpintero que lo hace.
Ahí me tienes a mí, con mis vaqueros rotos y cuatro maderas en la mano, dirigiéndome a una de las calles más glamourosas de Madrid.
Entrar en aquel taller era como entrar en otro mundo... o en otra época. Eran antiguas cocheras de gente importante, hoy reconvertidas en pequeños trasteros o garajes al aire libre. En el último, con una raída puerta de madera que en algún momento pudo ser verde, estaba aquel hombrecillo.
- ¡ Hola! ¿Aquí cortáis madera?
- Me iba a ir ya... pero bueno –dijo sin sonreír (¡claro, olvidé que era lunes y no podía sonreír!)
Mientras aquel hombre sacaba un metro, que recordé haber visto hace más de 20 años entre las herramientas de mi abuelo, aproveché para recorrer con la mirada todo el taller. Junto a un teléfono antiguo colgado en la pared, había un certificado amarillento enmarcado y lleno de polvo. “El Alcalde Presidente de Madrid, a 10 de marzo de 1951, concede a XXXXX este local para dedicarlo a la carpintería”. ¡1951! Volví a mirarle, con la sierra y una especie de cartabón metálico. Pensé que aquel hombre no tendría nada que requiriese electricidad. Me entraron ganas de preguntar y seguir rastreando, pero cuando estiré la mano para coger una de aquellas reliquias escondidas bajo el polvo, él se puso delante.
- Son dos euros.
Le pagué, y volví a salir a la calle del siglo XXI, de móviles, BMW, Chaneles y Armanis. Cuando tomé la pequeña calle para poner rumbo a mi casa, pasé por una tienda de pinturas. “¡Estupendo, así las pinto en cuanto llegue!”.
- Quiero pintura blanca para estas maderitas -dije mientras hacía mi último intento en busca de un gesto de amabilidad.
- ¿Un kilo? - preguntó sin levantar la vista del suelo.
- ¡Si, 8, no te jode! Pero si son laminitas de 5 centímetros!!!!!”-pensé... Me mordí la lengua ya sin ganas de ronreír y pedí el bote más pequeño mientras él hacía equilibrios con el palillo que le colgaba de la boca.
- ¿Plástica? ¿Al agua? ¿Satinada? ¿Mate?...(no recuerdo las otras 17 preguntas)
- Quiero una pintura blanca para estas jambas. Un bote pequeño, blanco, que pinte madera y no llame la atención, puñetas! (lo de "puñetas" es una licencia literaria... a mí no me sientan tan mal los lunes).
He decidido que el bricolaje ya no tiene gracia. He descubierto que uno tiene un límite de brico-acciones y que, cuando lo supera, todo es un asco. He convocado un concurso público para que alguien pinte las jambas y me las clave en la pared. He dicho a unos cuantos amigos que organizo unas copas en casa pero, en el fondo, sólo quiero un alma caritativa que ponga fin a mi bricoenfado.

martes, 23 de junio de 2009

La noche de San Juan

Dicen que en la noche de San Juan uno debe echar al fuego todo lo malo del último año. “Hay que escribir en un papel lo malo, todo aquello del último año que uno quiere hacer desaparecer, y después quemarlo”, me contaba mientras nos encendíamos un cigarro camino de casa. “Qué poquito creo en esas cosas”, pensé mientras dejábamos atrás a los demás.

Llegué a casa, abrí mi nevera cada vez más vacía y cogí el último yogurt. Sentada en la mesa del mantel de rayajos y dibujos indescifrables, empecé a pensar (una mala costumbre). Instintivamente, tomé un pedazo de papel de los que tenemos la manía de repartir por toda la casa. Saqué un bolígrafo y me dispuse a escribir, asegurándome antes de llevar un mechero en el bolso. Escribí y taché. Y volví a escribir. Y a tachar. “¿Cómo sabe uno qué debe eliminar y quemar?”, me repetía entre mis tachones. Quizá lo que hoy es “malo” puede no haber tenido tiempo de convertirse en bueno. Eso sería como si un sapo maloliente pero destinado a ser príncipe fuera espachurrado por una cortesana caprichosa antes de ser besado por una princesa. ¡¡Un momento!! ¿Estaba siendo optimista? Inmediatamente me levanté y abrí la ventana para que un poco de aire en la cara volviera a despertarme de un positivismo que parece que en este último año ha querido venir a vivir conmigo más de una vez.

Me volví a sentar y convertí mi lista de tachones en una bola de papel que terminó en la basura. Quizá es mejor que las cosas malas sigan esfumándose por sí solas, sin ninguna ayuda incendiaria de la leyenda de la noche de San Juan.

domingo, 21 de junio de 2009

Annie Leibovitz: más allá de la imagen

Cumple dos de los requisitos comunes a casi todos los genios que pasan a la posteridad: un don para el arte y una vida complicada. Annie Leibovitz, y sus 35 años con una cámara colgada del cuello, están este verano en Madrid a través de una exposición con algunas de sus fotos más impactantes. Merece la pena acercarse por el número 31 de la calle Alcalá y disfrutar del trabajo de la que muchos han llamado la fotógrafa del rock... o la fotógrafa de las estrellas. Aunque ella no se considera retratista de celebrities (su carrera ha sido más amplia que todo eso), actores, músicos, políticos y todo tipo de personalidades han querido pasar por delante de su objetivo.
Las mejores portadas de Rolling Stone son creaciones suyas. El editor y fundador de Rolling Stone, Jann S. Wenner contaba así, según recoge la revista, sus inicios: “En 1970, una estudiante de arte de 20 años llamada Annie Leibovitz trajo su portfolio a la redacción. Acababa de refresar de Israel y nos enseñó unas fotos que nos gustaron. Sin abandonar sus estudios, se convirtió en la segunda fotógrafa de la revista. A finales de ese año, fui con ella a nueva York para su primer trabajo importante: la mítica portada de Lennon en enero de 1971. Fue algo mágino. Había captado la humanidad de John”.
Es la autora de fotografías que están hoy en las retinas de muchos. Fue la última persona en retratar a John Lennon (desnudo junto a Yoko Ono), cinco horas antes de que el líder de los Beattles fuera tiroteado, creó la polémica y potente portada del “Born in the USA” del Boss, y retrató el cadáver de la ensayista Susan Sotag, la que durante 16 años fue su amante. Ahora, a sus 60 años, la que muchos consideran un icono de la fotografía pasea por todo el mundo la muestra “Vida de una fotógrafa 1990-2005”. (C/Alcalá, 31. Madrid. Hasta el 6 de septiembre. Entrada gratuita).






viernes, 12 de junio de 2009

No es "borde" todo lo que tiene aristas

Cualquier idea preconcebida sobre las personas no es más que el resultado de nuestra mala costumbre de etiquetar. Parece que, allá donde vayamos, hay personas con una máquina de etiquetado y su batín blanco de supermercado dispuestas a colocar en un estante con su precio a cada persona. Por suerte, no todos viajan con máquina de etiquetado ni todos creen en lo que dice la etiqueta...
Tenía ganas de aquel concierto y me había prometido dejar las críticas en casa y la puñetería encerrada en mi cuarto sin ventanas. Con un vestidito azul, que siempre inspira positivismo, entré en aquel local lleno de humo cuyas secuelas pagó mi garganta durante los 5 días siguientes. “Muérdete la lengua. Aunque te pregunten. Tú puedes. Sonríe, apaga las neuronas que te pidió tu amigo poeta y ladea la cabeza con ese gesto ingenuo que dicen que a veces pones de forma inconsciente”.
Vi las primeras imágenes sobre el escenario y me giré para hacer mi primer comentario. “Murphy, no lo hagas”, me dijo él al oído antes de que pudiese terminar mi primera frase. Me callé, pero él volvió a hablarme: “Como sigas escribiendo esas cosas, me vais a cerrar la revista”, dijo con un tono bromista pero con retazos de sinceridad escondidos.
Quise distraer mi concentración del concierto para no sacar los zarpazos que me estaban rasgando ya la garganta, así que decidí acercarme al área de saludos, que-tales y abrazos nocturnos. Mientras saludaba a los “habituales”, sentí que alguien, que nos escuchaba hablar, me agarraba del brazo.
- “¿Tú eres Murphy?”, me preguntó. “Tenía muchas ganas de conocerte”.
Me giré extrañada y, con gesto serio miré su mano, indicando que no debía estar ahí.
- “Sí. ¿Quién eres?”, pregunté sin cambiar mi gesto serio.
Me nombró un puñado de nombres en común de mi pasado (más y menos acertados) y alguno descolgado de mi presente. Cuando terminó de enumerar nombres “comunes”, rebusqué en los bolsillos dispuesta a sacar mi lata de sarcasmos mientras él seguía hablando y yo permitía que su voz se diluyera por el sonido del concierto.
- “Me dijeron que eras borde al principio, pero que merecía la pena aguantar los envites... que en el fondo no es lo que parece...”
Callé un momento y solté una carcajada. Así de rápido, lo logró. Guardé la cajita de sarcasmos y le tomé del brazo para llevarle a la barra.
- "Mejor guardemos los envites para luego. Te invito a una cerveza por valiente. Pero... guárdame el secreto".