jueves, 29 de enero de 2009

Indicadores económicos... o no

Ya es oficial. Según la prensa, estamos oficialmente en recesión. Hasta 2010. Y todo pese al empujoncito del BCE bajando los tipos de interés y la bajada del Euribor (palabra mágica para provocar náuseas en muchos cuerpos). Vamos, que ha tenido que publicarse el dato oficial del PIB para decir que estamos en recesión. Ahora sí. Ya lo entiendo: si no hay indicador económico que lo indique (permítanme la redundancia), todo va bien. Mi recesión lleva más de 8 meses a toda máquina así que, perdónenme ustedes, pero el señor PIB podría haberme preguntado y yo se lo habría explicado. Tengo mis propios indicadores. Intuí que estábamos en recesión la primera vez que, a día 26 de mes, había (-14) euros en mi cuenta. Mi hipótesis cogió fuerza cuando de pronto, cada mes, debía dinero a alguien. Y lo he corroborado cada vez que me molesta esta maldita muela y cruzo los dedos porque “cuidar la salud” no entra en la planificación económica del mes.
Y digo yo, en esta vida, ¿no deberían existir indicadores para que las cosas dejen de ser “quizás” para ser “oficialmente”? Por ejemplo, cuando en una empresa dicen “no queremos despedir a nadie” es un indicador de... “oficialmente queremos que te bajes los pantalones y aceptes un contrato basura”. Cuando un rollete deja de contestar un mensaje durante dos semanas, “oficialmente la relación ha terminado”. Cuando alguien no se preocupa por ti es un “oficialmente nunca será tu amigo”... O cuando preguntan por el físico de alguien y contestas “es buena persona”, no es otra cosa que “oficialmente es incómodo de ver”.
¿Realmente existen indicadores tan obvios para interpretar situaciones, personas y problemas? No sé si son economistas, sociólogos, antropólogos, biólogos, psicólogos o matemáticos quienes deben dedicar menos tiempo a predicciones fallidas y más a escribir sobre los “oficialmente” disfrazados de “quizás”.
En cuanto a mí, no se preocupen. Quizá deba dejar los vicios periodísticos por excelencia –el café y el tabaco- para que mi PIB empiece a subir. O quizá deba buscar como loca un indicador que me diga si oficialmente es tan fiero el león como lo pintan... o quizá, sea yo quien se equivoca porque los indicadores me confunden. Quizá.

miércoles, 14 de enero de 2009

Que conste!

¿Por qué siempre dejan la puerta abierta en la calle Cartagena? Lo pregunto, porque debe ser la única calle de Madrid en la que siempre hay corriente. Lo sé, porque últimamente la recorro a menudo. Pues bien. Caminaba anoche, a eso de las 11 de la noche por esta calle de vendavales frecuentes, mientras miraba mi reflejo en los escaparates. Andaba yo riéndome de mí misma. Con mi gorro granate de pelos, la enorme bufanda culminada por cuatro bolas, las bolsas con mi cena (reflejo de mi enemistad con la cocina), los textos de las últimas locuciones, mi nueva cámara de fotos y la guitarra a la espalda. “¿Qué parezco? ¿Una especie de tortuga? Igual sí. ¡Llevo todo encima!”.
En medio de divagaciones y coqueteos con los cristales, me adelantaron dos chicas, cuyo tema de conversación (‘parejas’) merecía mi atención. Afiné el oído (“también parezco una portera” ¡Un saludo para las porteras!). Y ahí estaba su frase: “Que conste que no lo hice a propósito”... “¡Que conste!”, pensé. ¿Dónde consta? ¿Para qué consta? ¿Para quién? Parece que hemos creado el “que conste” para justificar meteduras de pata. Como si fuera una especie de justificante, un ‘borrador de errores’, un eximente ante el juez. “Que conste que no lo hice con mala intención”, “que conste que yo lo vi primero”, “que conste que no es mala persona, pero...”, “que conste que no lo hice por egoísmo”, “que conste que no he cambiado”, “que conste que empecé con él/ella después de dejarte”, “que conste que no pensé que eso te hiciera daño”...
Y digo yo, ¿dónde consta? ¿Existe una especie de libro gigante en otra dimensión donde constan todos esos eximentes, esos justificantes que se entregan para que nos encojamos de hombros y digamos: “bueno, si consta...”? Quizá, dentro de unos años, todos acabemos cogiendo ese gran libro donde figuran todos las constancias que nos dijeron y nos quedaremos más tranquilos. “Se portó mal pero... ¡mira! Hizo constar que...”. Al fin y al cabo, todo lo malo tiene una justificación buena, que es la que consta en acta.
Bien mirado, o jugamos todos o rompemos la baraja así que... Que conste que esto no es una crítica, que conste que sólo escribo teorías porque las experiencias están para vivirlas y que conste que buscaré ese libro de las constancias para encogerme de hombros y repetir: “Bueno, si consta...”.

martes, 6 de enero de 2009

Roscón de Reyes

Se quedó allí plantada. Frente al árbol de Navidad. No había regalos. Tampoco los esperaba. Después de un año de tantas penurias, era imposible que pudiera haber un solo regalo bajo aquel árbol. Pero ella seguía ahí plantada. Delante de ese árbol que ni si quiera ella había puesto este año. Alguien lo hizo por ella. Llevaba 10 minutos ahí. Inmóvil. Por algún extraño motivo, sonreía al imaginar que saldrían regalos por generación espontánea. Tampoco le preocupaba que no lo hicieran. Ya no hacía falta.
Corrió a su habitación y cogió su Moleskine, ese cuaderno de notas que dicen que perteneció a muchos genios. Ahora, después de estos meses, ella también se sentía uno de ellos y por eso siempre la llevaba consigo.
Pasó las páginas con rapidez. La gente tiene su escala de valores grabada en la cabeza, pero ella, desde que tuvo que reinventarse, decidió escribir su listado en aquella fina y elegante Moleskine. Comenzó a leer. ‘Seguro que “regalos y compras” han caído varios puestos’, pensó. Siguió leyendo con ansiedad y curiosidad. ¿En qué puesto han quedado los regalos navideños? Recordaba el entusiasmo con que solía pensarlos, elegirlos, comprarlos, empaquetarlos, regalarlos. Pero, por más que pasaba páginas, allí no estaba. En aquella amplia lista de cosas importantes de su nueva vida no existía “regalos y compras”... Y aún no había pasado un año desde su reinvención.
Volvió a clavarse frente al árbol. Cogió su zapato. Pese a todo, había dejado un reluciente botín allí debajo. (Aquella infantilidad le seguía resultando reconfortante). Se dio la vuelta y se dirigió a la cocina. Cogió la taza azul de los tulipanes holandeses -uno de los pocos objetos que sobrevivieron al naufragio-. Lo llenó de café y partió un trozo de roscón. Eso sí permanecía. Aquel pedazo de roscón de reyes.